La crucifixión de Jesús


Por Josué I. Hernández


La sombra de la cruz plantada en el Gólgota se extiende hasta nosotros para ofrecernos perdón, consuelo y esperanza. La historia es asombrosa, el gran amor de Dios se demostró de manera gráfica para con nosotros, “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito…” (Jn. 3:16). Sin duda “el entrañable amor de Jesucristo” (Fil. 1:8) lo impulsó a Él a morir por nuestros pecados. No es ilógico, entonces, el entregar todo el amor de nuestro corazón a Jesucristo por lo que él hizo por nosotros, y ciertamente todo hombre puede “conocer el amor de Cristo” (Ef. 3:19), y el amor del Padre quien “muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom. 5:8). “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados… Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero” (1 Jn. 4:10, 19).

Varios de los líderes religiosos judíos odiaban a Jesucristo porque Él condenó sus pecados. Ellos no quisieron creer la verdad que Él predicó, y se molestaron cuando Él los exhortó a arrepentirse y volverse a Dios. Así fue como se convirtieron en resentidos y celosos de las grandes multitudes que seguían y creían en Jesucristo, y finalmente decidieron “deshacerse” de Él asesinándolo. Pero, los judíos no tenían potestad de ejecutar a un hombre sin la autorización y juicio del gobernador romano, así es que ellos tenían que llevar a Jesús delante de Pilato.
En el juicio ante el gobernador, los líderes judíos carecían de evidencia alguna para sus acusaciones en contra de Cristo, pero ejercieron presión suficiente para doblegar a Pilato quien accedió a entregar a Jesús para que fuese crucificado. El lugar donde ejecutaban a los prisioneros estaba fuera de la ciudad de Jerusalén, en una pequeña colina llamada Gólgota o “lugar de la calavera”. Ahí ubicaron firmemente la cruz mientras clavaron las manos y los pies Cristo al travesaño (patíbulum). El peso total del cuerpo disparó una honda de dolor que era casi insoportable. La sangre empezó a fluir cual torrente de espinas a través del cuerpo en shock, lo que estaba sucediendo comenzó a cobrar su precio. Semejante estado físico se convirtió en una muerte en vida que a veces se prolongaba desde unas horas hasta unos pocos días. Pero, Jesús había sido azotado previamente, antes de su crucifixión, la pérdida de sangre, el dolor y agonía eran letales. Pero, a pesar de todo el dolor, Jesús pensaba en los demás y no a sí mismo.
Sus primeras palabras en la cruz fueron: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Luc. 23:34), y esto a pesar de que pudo haber amenazado a todos con castigarles eternamente, pero Él no lo hizo. Pensó en su madre, que estaba junto a la cruz llorando, y le pidió a su amado amigo Juan que cuidara de ella (Jn. 19:26-27). A cada lado de Él había un ladrón crucificado, dos en total. Cuando uno de ellos expresó su fe en Jesús, el Salvador contestó: “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Luc. 23:43). A medida que la terrible tarde avanzaba, Jesús finalmente dijo: “Tengo sed” (Jn. 19:28), y se le ofreció vinagre, que no quiso beberlo. Dios borró el sol con densa oscuridad como para hacernos saber el tremendo evento que se estaba cumpliendo, y en medio de aquella densa oscuridad, Jesús exclamó: “Elí, Elí, ¿lama sabactani? Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mat. 27:46). Luego, sus últimas palabras, expresaron su total entrega a la voluntad de Dios cuando Él dijo, “Consumado es” (Jn. 19:30) y “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Luc. 23:46), luego inclinó la cabeza y entregó el espíritu.

Así fue como Cristo dio su vida por nosotros, cumpliendo su promesa “Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre” (Jn. 10:17-18). Incluso la tierra no pudo aceptar la muerte de su Creador y Señor, sin mostrar el debido dolor. Hubo un gran terremoto que sacudió la tierra, tanto así que las rocas se partieron (Mat. 27:51). Sin embargo, el único miedo que tenemos que tener, es el de rechazar el amor que Jesucristo demostró al morir por nosotros.

El tema de nuestra vida debe ser, “Voy a vivir para Aquel que murió por mí, entonces feliz mi vida será. Voy a vivir para Aquel que murió por mí, mi Salvador y mi Dios”.

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