Por Josué I. Hernández
Es
común en nosotros la arrogancia de procurar abarcar demasiado, con ambiciones
desmedidas, enfocándonos en nosotros mismos, y sin considerar nuestras
limitaciones. Sin embargo, Salomón nos hace aterrizar sobre la realidad,
comenzando su discurso en Eclesiastés de la siguiente forma:
“Vanidad de vanidades, dijo el Predicador;
vanidad de vanidades, todo es vanidad.
¿Qué provecho tiene el hombre de todo su
trabajo con que se afana debajo del sol?
Generación va, y generación viene; mas la
tierra siempre permanece.
Sale el sol, y se pone el sol, y se apresura
a volver al lugar de donde se levanta.
El viento tira hacia el sur, y rodea al
norte; va girando de continuo, y a sus giros vuelve el viento de nuevo.
Los ríos todos van al mar, y el mar no se
llena; al lugar de donde los ríos vinieron, allí vuelven para correr de
nuevo.
Todas las cosas son fatigosas más de lo que
el hombre puede expresar; nunca se sacia el ojo de ver, ni el oído de
oír.
¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será. ¿Qué
es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará; y nada hay nuevo debajo del
sol.
¿Hay algo de que se puede decir: He aquí esto
es nuevo? Ya fue en los siglos que nos han precedido.
No hay memoria de lo que precedió, ni tampoco
de lo que sucederá habrá memoria en los que serán después.
Yo el Predicador fui rey sobre Israel en
Jerusalén.
Y di mi corazón a inquirir y a buscar con
sabiduría sobre todo lo que se hace debajo del cielo; este penoso trabajo dio
Dios a los hijos de los hombres, para que se ocupen en él.
Miré todas las obras que se hacen debajo del
sol; y he aquí, todo ello es vanidad y aflicción de espíritu.
Lo torcido no se puede enderezar, y lo
incompleto no puede contarse.
Hablé yo en mi corazón, diciendo: He aquí yo
me he engrandecido, y he crecido en sabiduría sobre todos los que fueron antes
de mí en Jerusalén; y mi corazón ha percibido mucha sabiduría y ciencia. ” (Ecles. 1:2-16).
La
humanidad va y viene. Una generación se levanta y luego se despide, y es
reemplazada por otra (1:4). La tierra, en comparación, sigue permaneciendo
(1:5-7). El sol se pone. El viento sopla. Los ríos corren, y los océanos se
revuelven. Y nada podemos hacer al respecto, incluso con nuestros esfuerzos más
entusiastas y sinceros.
Tenemos
un impacto prácticamente nulo, aunque en nuestra arrogancia pensamos tener un
poder tan grande.
No
logramos estar satisfechos (1:8). La rutina diaria es laboriosa. Cocinar,
lavar, trabajar, estudiar, etc., el sinnúmero de deberes cotidianos nos agobia.
Y a pesar de nuestro intelecto nos quedamos perplejos con la vida. Hay
demasiadas cosas difíciles de asumir, e incluso, explicar. Y en nuestra
arrogancia queremos más, pero no podemos manejarlo.
Nos
creemos tan inteligentes con las “nuevas” tecnologías, y pensamos hacer la
diferencia con los “avances” de la ciencia (1:9,10). Sin embargo, la
experiencia básica no ha cambiado. Los medios de transporte, por ejemplo, han
mejorado, pero siguen siendo medios de transporte. La comunicación ha pasado
del papel a los pixeles, pero sigue siendo comunicación. El entretenimiento ha
pasado de música en vivo a música digitalizada y películas online, sin embargo,
sigue siendo entretenimiento.
La
verdad es que estamos “redescubriendo” todos los días, lo que los antiguos
conocieron y vivieron en alguna manera, pero batallando con los dilemas más
básicos y comunes.
Debemos aceptar
que somos transitorios (1:11). Nuestra vida es como vapor que se disipa (Sant.
4:14). Buscamos el poder, la gloria, la fortuna, y los placeres, a la vez que
constantemente, implacablemente, irreversiblemente, nos precipitamos a la
muerte.
Por
lo tanto, nos enfrentamos a la pregunta, ¿qué es lo que realmente hará la
diferencia? “El fin de todo el discurso
oído es este: Teme a Dios, y guarda sus mandamientos; porque esto es el todo
del hombre” (Ecles. 12:13).