Por Josué I. Hernández
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Tesalonicenses 5:16 dice, “Estad siempre
gozosos”. Pero, ¿cómo puede suceder esto? ¿A caso no estamos enfrentando
pruebas duras y dolorosas? ¿Podemos regocijarnos cuando un ser querido muere, o
algún hermano cae de la fe?
Debemos entender
que Dios no es cruel ni insensible a nuestro sufrimiento. Él no nos manda que
nos regocijemos por la tristeza o por las tragedias que otro sufre. Jesús lloró
frente a la tumba de Lázaro (Jn. 11:35). Obviamente, tampoco nos podríamos
gozar del pecado, sino en la verdad (1 Cor. 13:6). Debemos aborrecer lo malo
(Rom. 12:9).
Debemos
aprender a mirar panorámicamente la vida, y apreciar lo bueno que ocurre, y no
solamente lo malo que sucede. Debemos aprender a contemplar las muchas cosas
buenas que están rodeándonos y no sólo las cosas malas que padecemos. Por
ejemplo, en tiempos de problemas podemos regocijarnos con la oportunidad de
madurar y crecer. Podríamos considerarlo como un tiempo de angustia amarga,
cuando en realidad es disciplina del Señor (Heb. 12:5,6). Nuestras horas más
oscuras revelan la verdadera fuente de poder (2 Cor. 12:7-10). Los sufrimientos
a los que nos enfrentamos nos ayudan a depender del Señor.
Cuando un
cristiano fiel muere, lloramos su muerte (Hech. 8:2), pero también nos
regocijamos de que ahora descansa de sus trabajos (Apoc. 14:13). Y si la
persona que amamos muere sin haber obedecido el evangelio, siempre podemos
regocijarnos de que recibimos del Señor la oportunidad de disfrutar su compañía,
y aunque no abrazó la fe en Cristo, tuvo su oportunidad y vivió a nuestro lado.
A la vez, la muerte de un ser querido que no abrazó la fe, es un serio
recordatorio para todos (Ecles. 7:2). La muerte nos enseña sabiduría (Sal.
90:12).
La infidelidad
en un cristiano es algo que nos entristece; el Espíritu Santo se aflige, y nosotros
también (Ef. 4:30). ¿Cómo puede haber ocasión de regocijo en tal circunstancia?
Ciertamente existe, porque tal ocasión, sin duda alguna, nos brinda la
oportunidad de examinarnos a nosotros mismos para ver si estamos, o no, en la
fe (2 Cor. 13:5). A la vez, siempre podemos estar agradecidos por cada día que
Dios les da a los infieles para que se arrepientan (2 Ped. 3:9), y de las
muchas provisiones que hizo el Señor para que fuéramos redimidos de nuestra
condición perdida (Ef. 2:1-7).
Siempre
podemos recordar que el Espíritu Santo dijo, “Estad siempre gozosos. Orad sin cesar” (1 Tes. 5:16,17). La
oración es esencial para regocijarnos. Nuestro gozo está en el Señor, y la
oración es imprescindible para permanecer en él, y mantener el enfoque
necesario en él. Si descuidamos la oración, descuidamos nuestra relación con el
Señor, quien es la fuente de nuestra fuerza.
Ningún
regocijo viene de la separación de nuestro Salvador. En todos los momentos de
angustia, tristeza, e incluso, devastación, podemos regocijarnos de que el Señor
está cerca, a la mano (cf. Fil. 4:4,5), esperando por nuestra peticiones (cf.
Fil. 4:6,7; 1 Ped. 5:7).
¿Regocijarnos
en el Señor? ¡Sí! ¡Mil veces, sí!