Por Josué I. Hernández
Un
sermón es una de las maneras más efectivas de predicar el evangelio. La Biblia
dice: “Pues ya que en la sabiduría de
Dios, el mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría, agradó a Dios salvar a
los creyentes por la locura de la predicación” (1 Cor. 1:21). Además, el
apóstol Pablo exhortó a Timoteo, un evangelista, de la siguiente manera: “que prediques la
palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta
con toda paciencia y doctrina” (2 Tim. 4:2). Así, pues, tenemos autorización divina para predicar
el evangelio, y cuando pensamos en predicar efectivamente, pensamos en predicar
buenos sermones, aquellos discursos públicos para instruir a un auditorio
partiendo desde un pasaje de las Escrituras. Por supuesto, hay otras formas de
predicar la palabra, además de los sermones.
Sin
embargo, volvemos a la pregunta, ¿para qué sirve un sermón? Para responder de
manera sencilla a ésta pregunta, podemos enfocar el asunto con otra pregunta: “¿para
qué sirve la predicación de la palabra?”. La mayoría de los asistentes a un
servicio de reunión dice cosas como, “disfruté aquel sermón”, cuando creen que
fue especialmente apropiado. Esta expresión no es mala. No obstante, puede
haber daño nocivo si no somos perspicaces y reconocemos la razón por la cual
bíblicamente un dado sermón fue “bueno”.
Un verdadero predicador no se detiene
a despedirse a la salida del local de reuniones, para recibir elogios por sus
sermones. El predicador está a la puerta para saludar a los visitantes y servir
a los santos de una mejor manera, siempre dispuesto con la palabra.
Es
cierto que los que aman y viven según la verdad disfrutan de un sermón que
presenta la verdad del evangelio, y les incomoda para un mejor servicio a Dios.
Pero, aunque todos los “buenos sermones” presentan la verdad y llaman al
arrepentimiento y perfección según Dios, no todos los “buenos sermones” son
disfrutados por todos los que escuchan la palabra.
¿Es
malo un sermón porque alguien no lo disfrutó? ¿Dónde está el pasaje de la
Biblia que indica que la predicación es para ser disfrutada por un auditorio
determinado? Jesucristo, el Santo Hijo de Dios, predicó varios discursos que no
fueron disfrutados por la mayoría. Por ejemplo, después de una de sus grandes
lecciones, “muchos de sus discípulos
volvieron atrás, y ya no andaban con él” (Jn. 6:66). Evidentemente, ellos no
disfrutaron aquel sermón. ¿Fue ese discurso e Cristo un “mal sermón”? ¿Recuerda
lo que sucedió a Esteban luego de predicar un discurso que no fue “disfrutado”
por su auditorio (Hech. 7:57-60)? ¿Fue un sermón defectuoso el de Esteban?
Hay
varias razones dadas en la Biblia para predicar la palabra. Deberíamos intentar
cumplir con todas aquellas divinas razones por las cuales la bendita palabra de
Dios ha de ser predicada. Un buen sermón presenta la verdad que liberta y
santifica (Jn. 8:32; 17:17) para que los que aman la verdad la sigan y alcancen
las bendiciones de Dios (Ef. 4:15; 2 Tes. 2:10; 1 Jn. 5:3). Si la verdad no se
habla, o si no se habla con amor (cf. 2 Tim. 2:24-26), tal discurso fue un “mal
sermón”. Otro caso es cuando un hipócrita oye un sermón que reprende su pecado,
pero en lugar de corregirse abandona el edificio de la iglesia porque según él
tal sermón fue “malo”. Recordemos que Jesús dijo: “procuráis matarme, porque mi palabra no halla cabida en vosotros”
(Jn. 8:37). Podemos esperar que los que escuchan la verdad con corazón
endurecido reaccionen de forma similar. Si no nos matan físicamente, procurarán
arruinar nuestra influencia.
La
predicación de la verdad, en un “buen sermón”, será para salvación de los que
creen, y no salvará a los incrédulos. La buena predicación de la palabra, anunciará
“el evangelio del reino y el nombre de
Jesucristo” (Hech. 8:12), y les dirá a los pecadores lo que deban hacer
para ser salvos, y los inspirará a hacerlo. La buena predicación de la palabra
reprenderá y exhortará con toda paciencia a los que oyen, y expresará “todo el consejo de Dios”, y no sólo lo
que sea popular y agradable a los oyentes (Hech. 20:27). La buena predicación
de la verdad, dejará muchas veces, los rudimentos del evangelio para hacer
avanzar a la iglesia a la perfección. Siempre será con sabiduría, y a la vez
trazando bien la palabra de verdad (2 Tim. 2:15).
Que
ningún predicador piense que puede, o debe, predicar sermones que sean “disfrutados”
por todos los que oyen. Ser graciosamente agradable no es un requisito de un
verdadero predicador del evangelio (Gal. 1:10). No procuramos agradar a los
hombres en esto, sino primeramente al Señor.
Hemos oído a algún
predicador afirmar: “no tengo enemigos”. Pero, al oír tal afirmación, sabemos
una de dos cosas: 1) Su declaración es incorrecta. 2) Es un hombre que no
representa nada, y predica para agradar al auditorio. Nadie debiera pensar, ni
hablar, como si fuera más hábil que Jesucristo en la predicación.
Estimado
lector, si usted cree que algún sermón fue un “buen sermón”, no estará mal
decirlo ocasionalmente. No guardamos todas las flores para los muertos.
Expresar un cumplido no es malo, si identificamos bíblicamente la razón por la
cual determinado sermón fue, realmente, “un buen sermón”.