“Descendió Jesús a Capernaum, ciudad de Galilea; y les enseñaba en los
días de reposo” (Luc. 4:31).
Por Josué I. Hernández
Jesús enseñó en las sinagogas de Galilea en plena comunión con el
Espíritu Santo, cumpliendo así la profecía (Luc. 4:14-21), y su enseñanza
enfureció a los nazarenos que trataron de matarlo (Luc. 4:23-29) aunque ellos
mismos testificaron y se maravillaron de “las palabras de gracia que salían
de su boca” (Luc. 4:22).
La gente se asombraba de la autoridad de la enseñanza de Jesús (Mat.
7:29), y los líderes religiosos de la época se maravillaron diciendo “¿Cómo
sabe éste letras, sin haber estudiado?” (Jn. 7:14,15).
“El conocimiento que Jesús tenía de las Escrituras era sobrenatural. Las
personas se admiraban de que una persona que nunca había estudiado en alguno de
los grandes centros rabínicos o a los pies de algún rabino famoso de la época,
poseyera un conocimiento tan extenso y profundo de las Escrituras. Tanto en
contenido como en estilo la enseñanza de Jesús presentaba grandes diferencias
cualitativas con respecto a la de cualquier otro maestro” (J. F. MacArthur).
Jesús afirmó enseñar lo que el Padre le dio para enseñar: “Mi
doctrina no es mía, sino de aquel que me envió” (Jn. 7:16). Sus palabras
tenían autoridad porque eran del cielo (Jn. 12:49,50) así como él era del cielo
(Jn. 1:1,14,18).
Cuando todos apreciaban la enseñanza acreditada, Tito, el evangelista,
debía enseñar el evangelio “con toda autoridad” sin la acreditación de alguna
institución humana (Tito 2:15). Los apóstoles y demás cristianos no tuvieron la
aprobación del mundo religioso de la época, ni abogaron por ella. Simplemente
no cedieron a la presión de ser tratados como “hombres sin letras y del
vulgo” (Hech. 4:13).
Hoy en día, muchos religiosos presumen tener autoridad para sostener instituciones
religiosas que certifican, es decir, autorizan, a una persona para ministrar el
evangelio, por ejemplo, un seminario. Según tal noción solo pueden ministrar el
evangelio quienes estén acreditados.
Lamentablemente, algunas iglesias de Cristo están haciendo lo mismo cuando
ensalzan a los acreditados en desmedro de quienes no lo son. Tales iglesias no
estarían dispuestas a recibir la enseñanza de un pescador como el apóstol
Pedro.
La autoridad del predicador no proviene de sí mismo, no proviene de la
recomendación de los hombres, o las credenciales que haya obtenido. La
educación secular puede ser ventajosa, pero no es la base de autoridad del
predicador fiel.
El fiel ministro del evangelio habla por la autoridad del cielo, no por
alguna acreditación de la sabiduría humana (1 Tim. 4:11; 5:7). Hacemos bien en
recordar eso y humillarnos ante la autoridad de Dios y su palabra en lugar de
buscar la aprobación de los hombres (cf. Gal. 1:11,12; 1 Cor. 14:37).
“Pero tú habla lo que está de acuerdo con la sana doctrina” (Tito 2:1).