Por Josué I. Hernández
Algunas de las tragedias más grandes que nos
afectan todos los días son los prejuicios, la desconfianza, el odio y los
conflictos derivados del racismo. Y, ¿qué es el racismo? Según Larousse,
el racismo debe ser entendido como aquella ideología que afirma la superioridad
de un grupo racial respecto a los demás y que preconiza, en particular, la
separación de estos dentro de un país, por segregación racial, e incluso su
eliminación.
Siempre recordamos lo que hizo Hitler a más de seis
millones de judíos. Los que están familiarizados con la Biblia, también
recordarán el plan de exterminio organizado por Amán bajo el gobierno de Asuero
de Persia. No obstante, estos extremos de prejuicio racial son la
consecuencia de la creencia que se adoptó.
La creencia engendra el proceder. Cada uno de
nosotros ha aprendido a dibujar un círculo alrededor de sí mismo. Dentro de
éste círculo, comúnmente hemos sido enseñados a encerrar todos los derechos y
privilegios que queremos para nosotros, sin que el resto invada o quite lo que
es nuestro. Además, éste círculo de pertenencia incluye la familia inmediata,
los parientes y amigos, la tribu o clan, la nación y su folklore. Así, pues, en
la práctica, llegaremos a conocer y aprobar los antecedentes y cultura de la
propia raza, nación y tribu, junto a sus aspiraciones, modo de pensar y actuar,
desconfiando con recelo de aquellos que traen nuevas costumbres y maneras. Luego,
la diferencia educacional y el patrimonio personal levantan un muro de
prejuicio que suele ser más amargo. Aquellos con mayores ventajas sociales
suelen despreciar o menospreciar a los que tienen menos. Los pobres suelen
envidiar con gran resentimiento, e incluso odiar, a los ricos y educados. Tales
actitudes han llevado a varias naciones al colapso por la lucha de clases y la
segregación racial, como sucedió en los Estados Unidos y Sudáfrica.
¿Cuál es la respuesta del Señor a éste
tipo de problemas?
La respuesta del Señor está
fundamentada en tres hechos rudimentarios que todos debemos reconocer.
En primer lugar, sabemos que todas las
razas provienen de un mismo ancestro común, “de una sangre ha hecho
todo el linaje de los hombres, para que habiten sobre toda la faz de la tierra” (Hech. 17:26). Por lo tanto, todos estamos unidos
en un parentesco, como una gran familia, con un mismo Creador, “Dios de los espíritus de toda carne” (Num. 16:22). “Padre de los espíritus” (Heb. 12:9). “de quien toma nombre toda
familia en los cielos y en la tierra”
(Ef. 3:15). No sabemos exactamente cómo obró la providencia de Dios para las
diferencias de color en las razas, pero sí podemos entender cómo los pueblos
separados a través de los siglos desarrollaron diferentes costumbres en sus
culturas. No obstante, bajo la capa de las costumbres, todos tenemos
básicamente la misma naturaleza, la capacidad de amar, un sentido de
responsabilidad, la conciencia moral y un profundo sentido de respeto por la
justicia y el derecho. Claro está, que las anteriores cosas suelen ser
definidas de manera diferente.
Por lo tanto, el primer paso para vencer el racismo
es ampliar nuestro círculo para incluir a todas las razas y naciones,
esforzándonos por entender sus orígenes, cultura, su forma de pensar y vivir.
Con más comprensión, quedaremos sorprendidos de encontrar que otras razas y
pueblos son más parecidos a nosotros de lo que esperábamos, con una naturaleza
común de aspiraciones y esperanzas.
En segundo lugar, debemos discernir lo que Dios
espera de nosotros, que nos desarrollemos en esta percepción hacia nuestros
semejantes, “porque todos los que
habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos. Ya no hay judío
ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos
vosotros sois uno en Cristo Jesús”
(Gal. 3:27-28).
Cuando el mundo se llenó de corrupción y violencia,
Dios escogió a un hombre de gran fe a través del cual podría bendecir al mundo.
Y para llevar adelante su plan de redención, Dios construyó una barrera entre
Israel (su antiguo pueblo) y el mundo gentil. Esta barrera fue la ley de
Moisés. Cuando Cristo culminó su obra, el muro de separación fue derrumbado
(Ef. 2:14-16). Desde ahí en adelante, todos pueden pertenecer al pueblo de Dios
por el evangelio (Ef. 2:17-22). Aunque fue necesario que ocurriera una serie de
milagros para que el apóstol Pedro, y otros con él, se convencieran de que
tanto gentiles como judíos son hechos aceptos por la sangre de Cristo en el
pueblo de Dios. Después del milagroso éxtasis en la azotea, a la vez que un
ángel de Dios dirigió a Cornelio para que oyera las palabras de salvación de
Pedro, el apóstol dijo: “En verdad
comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en toda nación se
agrada del que le teme y hace justicia” (Hech. 10:34-35). Así también
declaró el apóstol Pablo, “porque no hay acepción de
personas para con Dios”
(Rom. 2:11).
En Dios no influyen las diferencias clasistas o raciales
para manifestar su aprobación. Él no tiene tales preferencias carnales. Dios no
mira la raza, el color, la nacionalidad, la educación formal, la riqueza o la
pobreza para aprobar o desaprobar a alguien. A Dios le importa el carácter: “Dios no hace acepción de personas; sino que en cada nación el que
le teme y obra justicia, es de su agrado”
(Hech. 10:34-35, VM).
En tercer lugar, Cristo dijo: “Todo, pues, cuanto queráis que os hagan los hombres, así también
vosotros hacedlo a ellos, porque esto es la Ley y los Profetas” (Mat. 7:12, NT Besson). Esta norma de la ley de
Cristo no fue declarada solamente para el pueblo judío, sino para todas las
personas de todas las razas y nacionalidades. Esto es lo que Dios siempre había
querido, y Cristo presentó “un resumen
breve de la conducta humana requerida por Dios desde el principio del mundo”
(Wayne Partain, Notas sobre Mateo).
Necesitamos aprender a ponernos en los zapatos de
los otros y actuar en consecuencia. Por lo tanto, si queremos agradar a Dios, no
tendremos prejuicios raciales contra los demás, al contrario trataremos de
entenderlos y hacer a ellos lo que quisiéramos recibir en su lugar. No importa
en qué posición social nos encontremos, si queremos ser tratados en
consideración, justicia, bondad, compasión y misericordia, debemos primero
esforzarnos por hacer esto a los demás. Si hacemos esto, sin importar lo que
otros hagan, seremos de los que agradan a Dios por haber eliminado de nuestras
vidas el prejuicio maldadoso del racista.
Que el Señor nos conceda la inteligencia espiritual
y el discernimiento, para comprender y aplicar su sabiduría en una sociedad que
se corrompe por el racismo.