Por Josué I. Hernández
Hablar
acerca del "pecado" nunca ha sido algo popular, y hoy más que nunca
se hace evidente el rechazo hacia la sola idea de una norma moral objetiva y vinculante. La gente no suele discutir acerca del pecado y rehúye conversar acerca de él.
Pueden participar en conversaciones pecaminosas, pero totalmente insensibles a
la inmoralidad de sus labios.
Hablar acerca del pecado es algo tan
impopular que la predicación moderna evita señalarlo, y deliberadamente se suelen eludir los pasajes bíblicos
que definen el pecado y describen sus consecuencias. Pero, ¿acaso no saben que
uno de los aspectos más básicos de la predicación del evangelio es el de
identificar, denunciar y oponerse pecado? ¿Qué derecho tienen los hombres para
ignorar deliberadamente ciertas partes de la revelación divina, sólo porque no
se sienten cómodos frente a ellas?
La
palabra "pecado" sin duda tiene una connotación negativa, pero no
sólo porque describe lo que es
incorrecto, sino también porque describe las cosas malas que a la
mayoría de la gente le gusta hacer.
Según
las Escrituras, el pecado es malo a la vez que ofrece un deleite temporal y engañoso.
Esto se ve en Hebreos 11:24-25: “Por la fe Moisés, hecho ya grande, rehusó llamarse
hijo de la hija de Faraón, escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de
Dios, que gozar de los deleites temporales del pecado”. He ahí “el
engaño del pecado” (Heb. 3:13).
Según las Escrituras, “el pecado es infracción de la ley” (1 Jn. 3:4). Pecamos cuando
no hacemos lo que Dios nos dice que hagamos, o cuando hacemos lo que Dios nos
dice que no hagamos. El pecado es una ilegalidad (1 Jn. 5:17), un delito, un
crimen espiritual del cual todos los seres humanos moralmente responsables son
culpables, “todos pecaron” (Rom. 3:23; 5:12), “todos están bajo
pecado” (Rom. 3:9). Así es como todos los pecadores permanecen
separados de Dios (Is. 59:2) y bajo su ira (Jn. 3:36), mereciendo la muerte
eterna (Rom. 6:23), el infierno (Mat. 25:46). Todos hemos pecado al dejar de
hacer el bien que sabíamos hacer (Sant. 4:17; Gal. 6:9) o al vulnerar los
requerimientos de rectitud de nuestra propia conciencia (Rom. 2:14-15; 14:22).
Obviamente, el pecado no se hereda. La definición bíblica de
pecado no concuerda con el concepto errado de “herencia del pecado”. Recordemos
que el apóstol Juan dijo que “el pecado es infracción de la ley” (1 Jn. 3:4). Por lo
tanto, el pecado es algo que hacemos, o dejamos de hacer, pero no algo que
heredamos. La Escritura dice: “por cuanto todos pecaron” (Rom. 5:12), no dice
“por cuando todos heredaron el pecado”. La maldad pecaminosa del ser humano es algo
que comienza en la juventud: “el intento del corazón del hombre es malo desde su
juventud” (Gen. 8:21). Nadie nace corrupto por naturaleza.
Es
desconocido en las Sagradas Escrituras el concepto de “pecado original” o “depravación
total del hombre”. Claramente Dios dijo: “El alma que pecare, esa morirá; el hijo no llevará
el pecado del padre, ni el padre llevará el pecado del hijo; la justicia del
justo será sobre él, y la impiedad del impío será sobre él” (Ez. 18:20). Por esta
razón, siempre que la Biblia describe las consecuencias del pecado, las atribuye
a quienes pecan personalmente: “vuestros delitos y pecados” (Ef. 2:1). Cada persona
tiene su responsabilidad de desviarse del buen camino, y esto lo hace a título
personal “Todos
se desviaron, a una se hicieron inútiles” “Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada
cual se apartó por su camino” (Rom. 3:12; Is. 53:6). Nadie nace descarriado,
desviado e inútil. Con razón, Jesucristo dijo: “Dejad a los niños
venir a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de los cielos” (Mat. 19:14).
Cada
uno es culpable de sus pecados y de ello dará cuenta a Dios (Hech. 17:30-31).
Pero, Dios en su gran amor ha provisto el perdón de los pecados para todos los
que obedecen su evangelio (2 Tes. 1:8).