¿A Dios o a los médicos?


Por Josué Hernández


El Señor Jesucristo dijo: “Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos” (Mat. 9:12). Ciertamente, es imprescindible que los enfermos acudan a los doctores buscando el buen tratamiento de un médico, quien presta sus servicios para la sanidad de los pacientes conforme a su juramento. 

No podemos negar el avance médico, los estupendos tratamientos y los resultados maravillosos que diariamente contemplamos. Tal vez, todos nosotros hemos sido participantes del buen tratamiento por el diagnóstico de un médico. 

Sin embargo, tampoco podemos dejar de contemplar los límites humanos de los doctores. He aquí una tentación para los discípulos de Cristo, porque ¿quién es el dador y sustentador de la vida (Hech. 17:24-28)? ¿No debemos primeramente acudir en oración a nuestro buen Dios y esperar en él (Mat. 7:7-11) en lugar de solamente correr al doctor?

En medio de la dolorosa enfermedad, los discípulos de Cristo debemos buscar el rostro de nuestro buen Padre celestial, confiando en su amor paternal, echando toda nuestra ansiedad sobre él, porque él tiene cuidado de nosotros (1 Ped. 5:7). Hemos de esperar que se haga su voluntad y no la nuestra, aún en la enfermedad (cf. 2. Cor. 12:7-10).

Que no cometamos el pecado de Asa, quien tarde en su vida “enfermó gravemente de los pies, y en su enfermedad no buscó a Jehová, sino a los médicos” (2 Cron. 16:12), a pesar de haber sido antes reprendido, cuando el varón de Dios le dijo: “no te apoyaste en Jehová tu Dios” (2 Cron. 16:7). Lamentablemente, Asa no aprendió la lección.

El Espíritu Santo, por boca de Jeremías dijo: “Así ha dicho Jehová: Maldito el varón que confía en el hombre, y pone carne por su brazo, y su corazón se aparta de Jehová” (Jer. 17:5).

La salud y la sanidad son un regalo de Dios: “Bendice, alma mía, a Jehová, y no olvides ninguno de sus beneficios. El es quien perdona todas tus iniquidades, el que sana todas tus dolencias” (Sal. 103:2,3). “Jehová Dios mío, a ti clamé, y me sanaste” (Sal. 30:2).
Recordemos: “Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación” (Sant. 1:17).

Los médicos y la medicina no son la fuente de la salud ni la solución a todos los problemas del hombre. Por muy experimentados que sean, los doctores tienen límites. Los honorables médicos, cuyo preciado trabajo ayuda tanto, no han de ser elevados al lugar que le pertenece “al Dios en cuya mano está tu vida, y cuyos son todos tus caminos” (Dan. 5:23).

No hagamos un ídolo de la ciencia médica, ni corramos a ella como Ocozías, quien “cayó por la ventana de una sala de la casa que tenía en Samaria; y estando enfermo, envió mensajeros, y les dijo: Id y consultad a Baal-zebub dios de Ecrón, si he de sanar de esta mi enfermedad” (2 Rey. 1:2). ¿Cuál fue la respuesta de Dios por medio de Elías? “Así ha dicho Jehová: Por cuanto enviaste mensajeros a consultar a Baal-zebub dios de Ecrón, ¿no hay Dios en Israel para consultar en su palabra? No te levantarás, por tanto, del lecho en que estás, sino que de cierto morirás” (2 Rey. 1:16).

¿Qué de nosotros? ¿Acaso no hay Dios en Israel? ¿No “hay un Dios en los cielos” (Dan. 2:28)? ¿No debemos orar sin cesar (1 Tes. 5:17)?
Recordemos la Escritura: “Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús” (Fil. 4:6,7).

Sí, los enfermos necesitan médico (Mat. 9:12), pero no primero que a Dios.

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