Por Josué Hernández
La enfermedad es un acontecimiento desagradable, difícil de tolerar, que algunas veces se podrá prevenir o evitar, pero que a la vez es común y natural. Una de las razones por las cuales el cielo es tan atractivo, es porque es un lugar donde “ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron” (Apoc. 21:4), mientras que aquí “nuestro hombre exterior se va desgastando” (2 Cor. 4:16). Sin embargo, ¿cómo debemos reaccionar cuando se presente la enfermedad? ¿Qué haremos? Las Escrituras nos ayudan a responder a estas preguntas.
Rogar a Dios
Para los cristianos, la oración es una práctica regular (1 Tes. 5:17), y esto es especialmente evidente cuando se presenta la enfermedad. Santiago dijo que los que sufren deben orar y pedir a otros que intercedan a su favor.
En consideración de que la aflicción y la alegría representan las dos clases de circunstancias de la vida, aquí Santiago da la respuesta natural del cristiano enfermo: “¿Está alguno entre vosotros afligido? Haga oración... ¿Está alguno enfermo entre vosotros? Llame...” (Sant. 5:13-15).
Está claro que la oración es imprescindible. Sin embargo, cuando Santiago escribió, “la oración de fe salvará al enfermo, y el Señor lo levantará” (Sant. 5:15) vemos que el enfermo referido siempre sería sanado con el poder de Dios. La razón de esto, es que el pasaje fue escrito en una época en que los dones sobrenaturales estaban en pleno ejercicio (Hech. 8:18), en este caso el poder de sanar enfermos (1 Cor. 12:9).
Como afirma Bill H. Reeves, en sus Notas sobre Santiago:
“Esta unción (no la oración) había de ser hecha "en el nombre del Señor", o sea, por la autoridad de Jesucristo. Ungir al enfermo "en el nombre del Señor" le indicaría que el milagro para seguir sería obra del Señor Jesucristo.
Sabemos que el don de sanidad existía en la iglesia primitiva (1 Corintios 12:9,28). Era dado por la imposición de manos apostólicas (Hechos 8:14-19). Es muy probable que aquí se refiera a casos de tener los ancianos primitivos este don, y de ejercerlo en caso de enfermedad física.
El aceite era ungido en tiempos del Antiguo Testamento ceremonialmente. Véanse 1 Samuel 10:1; 16:13. Era usado también para fines medicinales (Isaías 1:6; Jeremías 8:22; Lucas 10:34). Pero cabe mejor en este contexto el uso simbólico, como en Marcos 6:13. Este uso llamaba la atención de todos al poder del milagro.
Si la sanidad de este versículo no era milagrosa, ¿por qué, pues, hacer venir a los ancianos? La oración del enfermo mismo, o de otros hermanos, habría tenido la misma eficacia. Pero si los ancianos tenían el don de sanidad (¿y a quiénes más habrían dado los apóstoles este don en cada iglesia?), con razón se les llamaría a venir al enfermo.
Con la muerte de los apóstoles cesó el impartir de dones milagrosos, y con la muerte de los que tenían tales dones, cesaron los milagros para siempre. Ya habían cumplido su propósito (el de confirmar la palabra predicada, Marcos 16:20; Hebreos 2:3,4). Santiago 5:14,15 no se aplica directamente al tiempo actual; de otra manera, ¡el cristiano nunca moriría, pues los ancianos seguirían levantándole de la enfermedad! Pero el hombre tiene que morir (Hebreos 9:27). Este pasaje sin duda es interpretado correctamente dentro del contexto de los milagros del primer siglo.
Seguramente el Señor oye las oraciones de sus hijos enfermos y bendice los medios empleados para su restauración física, pero no lo hace milagrosamente como en el tiempo de los milagros”.
Este pasaje contiene varios principios que se aplican a nosotros. Pero, no debemos concluir que si oramos con fervor, los que están enfermos sanarán instantánea y completamente, porque tal cosa no sucederá.
Entonces, aunque no tenemos la misma promesa de una intervención divina milagrosa, como los primeros lectores de Santiago tuvieron, siempre debemos orar por los enfermos (cf. Hech. 28:8; 1 Sam. 12:23).
Pablo dijo a los hermanos en Filipos, “Por nada estéis afanosos; antes bien, en todo, mediante oración y súplica con acción de gracias, sean dadas a conocer vuestras peticiones delante de Dios” (Fil. 4:6, LBLA). No debemos dudar en ofrecer nuestras peticiones a Dios, incluyendo nuestra petición por sanidad y recuperación.
La oración es un acto de confiada dependencia. Jesús dijo: “Y al orar, no uséis repeticiones sin sentido, como los gentiles, porque ellos se imaginan que serán oídos por su palabrería. Por tanto, no os hagáis semejantes a ellos; porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes que vosotros le pidáis” (Mat. 6:7,8; cf. Mat. 7:8-11). Nuestro Padre Dios sabe lo que necesitamos, él conoce nuestros pensamientos (Heb. 4:12,13).
La oración no es para informar a Dios de alguna necesidad de la cual él no esté consciente. Sin embargo, él quiere que oremos, que dependamos de su cuidado y protección paternal. Nuestras oraciones nos deben servir como un recordatorio constante de que no somos autosuficientes de Dios. Él es el dador de todas las cosas buenas y por lo tanto a él acudiremos (Sant. 1:17).
Por el ejercicio de la oración, podemos experimentar la paz de Dios: “Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús” (Fil. 4:6,7).
Dios tiene el control. Esta es nuestra confianza. Su voluntad se cumplirá (1 Jn. 5:14,15). Por lo tanto, sabemos que todo saldrá bien si confiamos en él. “Aunque El me mate, en El esperaré; pero defenderé mis caminos delante de Él” (Job 13:15, LBLA). Incluso a través de la muerte, tendremos victoria en Cristo (1 Cor. 15:53-57).
A pesar de que los dones milagrosos de sanidad no están disponibles hoy, la oración de los fieles sigue siendo eficaz (Sant. 5:16). Algunos se recuperarán, otros no. Sin embargo, debemos permanecer orando a Dios.
Socorrer
Acudir en ayuda de los enfermos, debe ser la reacción normal de los cristianos, porque “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Rom. 13:9). “Así que, según tengamos oportunidad, hagamos bien a todos, y mayormente a los de la familia de la fe” (Gal. 6:10). La ayuda a los enfermos no se limita a la oración, incluye muchos otros actos de bondad, según nuestra oportunidad y capacidad que tengamos.
Pero, ¿cómo podemos proporcionar ayuda a los enfermos? En primer lugar, será necesario que estemos conscientes del padecimiento del enfermo. Para esto, el enfermo mismo podrá solicitar la ayuda, “¿Está alguno enfermo entre vosotros? Llame a los ancianos de la iglesia, y oren por él” (Sant. 5:14). No siempre todo caso de enfermedad será conocido en el momento oportuno y en la manera adecuada; por lo tanto, será prudente que el enfermo llame para informar de su padecimiento solicitando ayuda.
Mientras los cristianos, tarde o temprano, podrían saber por sí mismos y acudir a socorrer al enfermo, la responsabilidad de la información recae siempre sobre los que saben del asunto, y el enfermo no debe esperar que su enfermedad sea conocida en la manera y momento deseables. Así como el doctor no sabe del paciente hasta que éste acude a la consulta, el enfermo no debe pretender la asistencia de algún cristiano si no avisa de su estado y pide socorro.
Todos los individuos cristianos debemos estar dispuestos a socorrer (cf. Mat. 25:36; cf. Gal. 6:10) y ser socorridos (Sant. 5:14). Ambas son las caras de una misma moneda.
Cuidarnos
No siempre es fácil detenernos y velar por la recuperación, pero siempre será necesario. La enfermedad en muchos casos será un momento para detenernos a descansar del ritmo físico que llevábamos. Uno de los compañeros de Pablo, llamado Trófimo (Hech. 20:4), estuvo enfermo de gravedad, tanto así que tuvo que quedarse en Mileto (2 Tim. 4:20). A pesar de la bendición de acompañar al apóstol Pablo en sus viajes, Trófimo necesitaba quedarse atrás debido a su enfermedad. Lo mismo sucedió con la suegra de Pedro, a quien Jesús sanó de una gran fiebre (Mat. 8:14,15). Mientras ella estaba enferma, permanecía en cama. Una vez que estaba sana, volvió a su trabajo y sirvió a Jesús.
Muchas veces la enfermedad impedirá que cumplamos nuestros planes y deseos, y esto puede ser frustrante. Sin embargo, debemos estar ocupados cuando somos capaces, y reducir la velocidad, e incluso detenernos, cuando nuestra salud así lo requiere. Lo contrario no será prudente.
Recordar
A menudo el enfermo se recupera. Sin embargo, también sabemos que en algunos casos la enfermedad progresará hasta la muerte del enfermo (cf. Sant. 4:14). No obstante, la vida en el cielo es eterna (Jn. 3:16; 2 Ped. 1:11).
El sufrimiento nos ayuda a enfocarnos en el cielo (cf. Mat. 6:19-21; 6:33). El apóstol Pablo escribió: “Por tanto, no desmayamos; antes aunque este nuestro hombre exterior se va desgastando, el interior no obstante se renueva de día en día” (2 Cor. 4:16). “Porque sabemos que si nuestra morada terrestre, este tabernáculo, se deshiciere, tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna, en los cielos. Y por esto también gemimos, deseando ser revestidos de aquella nuestra habitación celestial” (2 Cor. 5:1,2).
Consejos finales
Debemos permanecer fieles, a pesar de la enfermedad (Apoc. 2:10). Cuando Ezequías enfermó gravemente, buscó a Dios en oración (2 Rey. 20:1-3), por el contrario, cuando Asa se enfermó “no buscó a Jehová, sino a los médicos” (2 Cron. 16:12).
Debemos hacer todo cambio que nos permita disfrutar de la paz con Dios para decir junto a Pablo: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida” (2 Tim. 4:6-8).
Debemos centrarnos en alcanzar la vida eterna en los cielos (Fil. 3:14; Col. 3:2), donde “ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron” (Apoc. 21:4).
La confianza frente a la muerte requiere de una buena relación con Dios (Fil. 1:21) y de la esperanza de la vida eterna (Fil. 3:20). La enfermedad podría ser terrible, pero con Dios esto sólo será una “leve tribulación momentánea” en comparación con el “eterno peso de gloria” (2 Cor. 4:17).
