Por Josué I. Hernández
Hace un tiempo los canales de noticias
informaron de cierto hombre que construyó un muro interno, que dividía su casa,
con la intención de no tratar más con su esposa. Parece un chiste, pero es verdad, esto pasó.
Sin embargo, hay paredes divisoras que
muchas familias han construido, y aunque estas paredes no se pueden ver ni tocar, son tan reales como un muro de concreto
que impide que los familiares se expresen los unos con los otros.
Sin duda alguna, si todas las personas
aplicaran a sus relaciones familiares la declaración “Sobrellevad los unos las cargas de los otros, y cumplid así la ley de
Cristo” (Gal. 6:2) la historia sería muy
distinta. Ciertamente con el verdadero
amor, que se aprende de Cristo y que involucra el diálogo sincero, los
familiares se podrán comunicar efectivamente y
hablarse mutuamente al corazón, y así los unos llevarán las cargas de los otros.
Cuando estamos dispuestos a revelar
nuestras cargas, y somos sensibles a las cargas de los demás, se producirá
inevitablemente un círculo de intimidad familiar para cumplir “la ley de
Cristo” respecto a la familia. Es una
perogrullada, pero debemos insistir en que no se puede amar a quien reniega de
la comunicación. Es por la comunicación
que nace el deseo de satisfacer las necesidades del otro. Sin embargo, con demasiada frecuencia en las
familias no hay un buen diálogo ni la atención suficiente para saber del otro. Trágicamente, muchos han sido empujados al
suicidio por sus familiares egoístas que fueron cobardes o faltos de voluntad
frente al diálogo. La falta de diálogo es una de las causas
principales de los varios problemas familiares y sociales de hoy.
No se puede “limar asperezas” donde
quedan resentimientos ocultos, amargura silenciosa o la hipocresía. El diálogo franco siempre será
necesario. Por ejemplo, cuando Pablo
resistió “cara a cara” a Pedro (Gal.
2:11-14) el conflicto entre ellos cesó.
Si todos los padres resistieran “cara
a cara” la conducta de sus hijos, y los cónyuges se llamaran mutuamente a
terreno para tratar los problemas conyugales, muchos conflictos se
solucionarían efectivamente. La
comunicación no se debe menospreciar.
En Mateo 18:15-17, Jesús enseñó el
procedimiento a seguir cuando un hermano peca contra otro. Aquí aprendemos que el agraviado debe ir a
tratar el asunto con el ofensor directamente.
Sin duda alguna, esto debe aplicarse a la familia, así como a toda
relación humana donde se ven involucradas las ofensas personales. Entonces, cuando el hijo, el padre, la madre
o el cónyuge presenta una queja, debe reaccionarse siendo “pronto para oír, tardo para hablar, tardo para airarse” (Stgo. 1:19).
¡Permita que en su familia cada cual exprese
plenamente lo que siente! No cometa el
frecuente error de manifestar su desaprobación con una opinión apresurada sin
haber oído primero, como dice la Escritura “El que tarda en airarse es grande de
entendimiento; mas el que es impaciente de espíritu enaltece la necedad” (Prov. 14:29). Cuando somos “pronto para oír, tardo para hablar” con nuestros familiares estaremos dispuestos a hacer
lo mismo frente a la palabra de Dios para obedecer la amonestación “recibid con mansedumbre la palabra implantada, la
cual puede salvar vuestras almas” (Stgo. 1:21).
Otro principio bíblico aplicable a la
vida familiar es el siguiente: “Confesaos vuestras ofensas
unos a otros, y orad unos por otros, para que seáis sanados” (Stgo. 5:16).
No hay duda de que la aplicación de este principio es una bendición para
la familia. Imagínese la armonía del
hogar donde los padres y los hijos pueden ser capaces de confesar ofensas y
perdonarse con sincero amor en una fluida comunicación.
La honestidad, la humildad y el coraje de
reconocer las faltas, es una bendición en la familia, tanto para la comprensión
mutua como para el diálogo sincero y honesto.
En un intercambio semejante, los familiares pueden expresarse con la
seguridad de recibir la ayuda necesaria.
En Efesios 4, se nos exhorta a ser “benignos unos con otros, misericordiosos,
perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo” (Ef. 4:32).
Nadie puede ser misericordioso, perdonador y benigno sin mirar con fe a
la cruz de Cristo. Cristo es una
bendición para la familia.
El Padre del “hijo pródigo” aceptó a su
hijo con misericordia, compasión y alegría, a la vez que el hijo volvía
arrepentido a sus brazos. Tal cosa es
posible hoy también, pero no sucederá sin el esfuerzo de cada familiar (Luc.
15:11-32).
El diálogo
familiar prudente no espera la perfección en el otro, sino que procura que
todos se sometan a un estándar más alto, el estándar de Cristo. Por lo tanto, un diálogo sano involucra la
compasión, a pesar de que frente a cierto acto específico no exista la
“aceptación”. El arrepentimiento,
mientras haya vida, siempre será posible, y en esto el optimismo es crucial.
Cuando una persona honesta se da cuenta de
que es amado y oído con atención será libre para abrir su corazón en el diálogo
familiar.
No construya un muro de separación entre
usted y su familia, comparta sus sentimientos reales, sea honesto, humilde y
misericordioso. Comparta sus cargas, sus
necesidades y sus emociones, a la vez que manifiesta la disposición de llevar
las cargas de su familia. De este modo
se construirá un círculo familiar que no podrá ser quebrantado por las pruebas
de la vida.