Por Josué I. Hernández
Las razones por las
cuales Cristo murió son una combinación del plan de redención del evangelio y
el pecado del hombre injusto por el cual murió un inocente.
La primera gran
razón es el amor de Dios, “En esto hemos
conocido el amor, en que él puso su vida por nosotros…” (1 Jn. 3:16). “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que
ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda,
mas tenga vida eterna” (Jn. 3:16).
El hombre
necesitaba la redención (Rom. 3:10; Mat. 20:28; Heb. 2:9; 1 Tim. 1:15) así como
también necesitaba el perdón de los pecados (Rom. 2:5; Heb. 9:22; Luc. 24:46;
Hech. 17:3; 1 Cor. 15:3). En esto, Jesús fue el sacrificio aceptable a Dios “para dar su vida en rescate por muchos” (Mat.
20:28), “y se entregó a sí mismo por
nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante” (Ef. 5:2), “quien murió por nosotros para que ya sea
que velemos, o que durmamos, vivamos juntamente con él” (1 Tes. 5:10).
Jesús murió por el
hombre y a favor del hombre. Él fue el chivo expiatorio prefigurado en la ley
mosaica (Lev. 16:21-22). “Mas él herido
fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra
paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados” (Is. 53:5). Es
así como en el plan de Dios debía morir “el
justo por los injustos” (1 Ped. 3:18) y así es como Cristo calificó como el
gran sumo sacerdote quien “por su propia
sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido
eterna redención” (Heb. 9:12) al probar la muerte por todos (Heb. 2:9).
En el plan de Dios
existía una tabla de tiempo (por decirlo de algún modo) para determinar el
momento justo en que todas las cosas respecto a la salvación se llevarían a
cabo en Cristo. Como dijo el apóstol Pablo “Pero
cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y
nacido bajo la ley” (Gal. 4:4). En esto debemos destacar que Cristo no vino
bajo obligación, él entregó su vida como un don (Is. 53:12; Mat. 26:53; Jn.
2:29; 10:17,18) “Y aunque era Hijo, por
lo que padeció aprendió la obediencia” (Heb. 5:8), es así como Cristo
aprendió por experiencia propia lo que es obedecer al Padre llegando a ser
nuestro ejemplo a imitar (Fil. 2:5-8).
La muerte de Cristo
no fue un suceso que pasó desapercibido, al contrario, la muerte de Jesús se
llevó a cabo alrededor de una festividad judía muy importante, donde gente de
todo el mundo estaba presente. Fue un evento que muchos presenciaron y que
estuvo sujeto a la crítica y el comentario públicos (Hech. 5:37-43; 26:26),
pero lo más importante es que la muerte de Cristo proveyó el modelo fundacional
y punto de referencia más básico para establecer el tono y la actitud
cristiana.
Es significativo saber que así cómo Cristo murió, el hombre debe morir también
para ser un cristiano. A esto se refería el apóstol Pablo cuando dijo “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y
ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo
en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí”
(Gal. 2:20). Como dijo Cristo “…Si alguno
quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame.
Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su
vida por causa de mí, la hallará” (Mat. 16:24-25). Es así como el cristiano
vive el día a día poniendo “los ojos en
Jesús, el autor y consumador de la fe, el cual por el gozo puesto delante de él
sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de
Dios” (Heb. 12:2). Como dijo el apóstol Pedro “Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por
nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas” (1 Ped. 2:21).
La muerte de Cristo
provee al cristiano de todos los elementos del pensamiento y la acción hacia
Dios en un mundo malo. Sin la muerte de Cristo, nuestro punto de vista sería muy
diferente, no tendríamos razón de ser, ni esperanza, ni comunión con Dios. Sin
duda alguna, la muerte de Cristo enorgullece al cristiano con todos los
elementos para mantenerse humilde, una verdadera paradoja. A esto se refería
Pablo cuando dijo “para que, como está
escrito: El que se gloría, gloríese en el Señor” (1 Cor. 1:31).
Con su muerte,
Cristo logró todo lo que Dios quería para el hombre pecador. Es así como, en la
cruz del Calvario fue abolida la ley de Moisés, incluyendo los 10 mandamientos,
a la vez que fue establecida la Ley de Cristo para todos los hombres (Col.
2:14; Heb. 9:16). Esto permitió la verdadera paz de Dios entre judíos y
gentiles en la iglesia del Señor (Ef. 2:15-16) una paz diferente a la amistad
política de Pilato y Herodes (Luc. 23:12).
De todas las
imágenes más dramáticas del momento en que Cristo murió, tenemos la declaración
del centurión que fue testigo al pie de la cruz, quien dijo “Verdaderamente este hombre era Hijo de
Dios” (Mar. 15:39). Realmente éste hombre había sido testigo del
acontecimiento más importante en la historia de la humanidad y en la mente de
Dios. Considere el relato: “Y desde la
hora sexta hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena. Cerca de
la hora novena, Jesús clamó a gran voz, diciendo: Elí, Elí, ¿lama sabactani?
Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mat. 27:45-46).
“Mas Jesús, habiendo otra vez clamado a
gran voz, entregó el espíritu. Y he aquí, el velo del templo se rasgó en dos,
de arriba abajo; y la tierra tembló, y las rocas se partieron” (Mat.
27:50-51). A penas Cristo murió, las tres horas de oscuridad se disiparon. Para
un espectador al pie de la cruz, es como si las luces del universo se hubieran
encendido para finalizar la oscuridad en conexión con Cristo en la cruz. Cristo
murió, el plan de Dios se llevó a cabo, las tinieblas se disiparon, y el
centurión exclamó “Verdaderamente este
hombre era Hijo de Dios” (Mar. 15:39). ¡Amén!