Por Josué Hernández
"El corazón sosegado es vida para la carne; pero la envidia es carcoma de los huesos" (Prov. 14:30, VM).
"El corazón sosegado es vida para la carne; pero la envidia es carcoma de los huesos" (Prov. 14:30, VM).
¿Sabía
usted que aunque el envidioso procure la caída de quien él envidia, siempre es
el envidioso mismo quien sufre más daño?
Por
envidia Cristo fue crucificado (Mar. 15:10). Algunos predicadores envidiaban la influencia del apóstol Pablo (Fil. 1:15). La envidia es
una obra de la carne que bloquea nuestra entrada al cielo (Gal. 5:21). Sin
embargo, “el amor no tiene envidia” (1 Cor 13:4), el cristiano motivado por el
amor siempre piensa y busca lo mejor de los otros (1 Cor. 13:7-8).
¿Estamos
en secreto (y pecaminosamente) envidiando a los demás? La envidia no se limita
a que nos guste algo y que busquemos alguna cosa que otro ha logrado, lo cual
podría ser un asunto perfectamente inocente. El pecado de la “ENVIDIA” (Gr.
Fthonos) “Es el sentimiento de disgusto producido al ser testigo u oír de la
prosperidad de otros” (Vine). Por lo tanto, la envidia involucra siempre un
conjunto de malos pensamientos hacia la persona envidiada.
¿Por
qué la buena fortuna de los demás nos golpea moralmente? ¡Por la envidia! ¡Es
el ego pecaminoso el que está actuando aquí! No el amor desinteresado, como
deberíamos tener los cristianos.
La
envidia de los líderes religiosos frente a la enseñanza efectiva y exitosa de
Jesús los cegó, por lo tanto, lo rechazaron. Siempre, la envidia destruirá las
buenas relaciones (Sant. 3:14,16), ocasionando, incluso, la calumnia contra el
que es objeto de la envidia para tumbar su carácter y/o buena influencia.
Nadie
más en el mundo sabe que estamos envidiando a otros, excepto nosotros mismos y
el Señor. Por lo tanto, si estamos envidiando ¡debemos cambiar la disposición
de nuestro corazón!
No
destruyamos nuestra relación con Dios y su pueblo por abrigar envidia en
nuestros corazones: “Desechando, pues,
toda malicia, todo engaño, hipocresía, envidias, y todas las detracciones,
desead, como niños recién nacidos, la leche espiritual no adulterada, para que
por ella crezcáis para salvación, si es que habéis gustado la benignidad del
Señor” (1 Ped. 2:1-3).
El
Señor Jesús nunca envidió a nadie, Él vio a todos con ojos de amor, con ojos de
buena voluntad (Jn. 13:1; Mar. 10:21). Debemos seguir su ejemplo (1 Ped. 2:21).
Para
el verdadero discípulo de Cristo, la vida en Cristo es una vida buena y útil
para con Dios y los hombres. Hemos sido bendecidos más allá de lo que
merecemos. Si procuramos manifestar el carácter que Jesús aprueba (Mat.
5:1-12), eliminaremos el veneno de la envidia de nuestro corazón y nos
llenaremos de la gracia sanadora de su amor sacrificial.
La
medicina para la envidia, como el apóstol Pedro nos exhorta, es el deseo
intenso de alimentarnos de la bendita palabra de Dios (1 Ped. 2:1,2).
No
hay lugar para el egoísmo cuando estamos enfocados en el Señor y su bendita
voluntad para nuestras vidas.