Por Josué I. Hernández
Si Dios hubiese creado un mundo en el cual
no fuésemos libres de pensar, decidir y actuar, y viviéramos siempre
programados para hacer sólo lo bueno, entonces no podríamos elegir libremente
amar y servir, y “lo correcto” siempre sería una acción ejecutada por seres autómatas
que no pueden decidir, ni pensar, ni discernir. Cada cosa “buena” no sería
apreciada ni agradecida, pues no habría contraste que hacer, porque “lo malo”
no existiría.
En semejante escenario no haríamos
realmente algo por nosotros mismos, y a la vez, no seríamos responsables de nuestras
acciones. Y, debido a que el mal y la maldad no existirían, tampoco existiría
el bien y la bondad. Sólo habría intenciones, pensamientos y acciones hechas
por inercia, sin conciencia, sin libertad.
Obviamente, tal cosa no ha ocurrido.
Tenemos libre albedrío. Y es nuestra “libre elección” la que nos ha traído
hasta donde ahora estamos.
Para crearnos realmente libres, Dios ha
puesto en nosotros la capacidad de discernir entre el bien y el mal, elegir
entre los dos, y proceder conforme a nuestra elección (cf. Gen. 2:16,17; Jos.
24:15).
El libre albedrío es, por lo tanto, la capacidad de hacer lo malo, si
queremos, y de hacer lo bueno si rehusamos hacer lo malo. A su vez, el libre
albedrío da valor a las cosas buenas en contraste con las malas, y hace de la
persona que elige perseverar en lo correcto una buena persona para con Dios (Rom.
2:7,10) y de la persona que rehúsa obedecer el evangelio una persona mala que
será condenada por su propia elección (Rom. 2:8,9).
No podría existir un mundo de personas con
libre albedrío en el cual exista realmente “lo bueno” sin que a su vez exista
también “lo malo”.