Por Josué I. Hernández
Cada día
podemos contemplar la sabiduría del escritor de Proverbios, cuando él dijo por
el Espíritu, “La justicia engrandece a la
nación, pero el pecado es afrenta para los pueblos” (Prov. 14:34, LBLA). En
consideración del ambiente general en el cual vivimos, como nación somos un
oprobio para Dios.
La población
general es una vergüenza a la luz de lo que Dios dice Dios acerca del pecado
(cf. Gal. 5:19-21). Sin embargo, como en el tiempo de Jeremías, también sucede
hoy: “¿Se han avergonzado de haber hecho
abominación? Ciertamente no se han avergonzado, ni aun saben tener vergüenza;
por tanto, caerán entre los que caigan; cuando los castigue caerán, dice Jehová”
(Jer. 6:15).
No podemos
separar a la persona de sus acciones. Nadie puede ser bueno si no se avergüenza
y se arrepiente. No obstante, comúnmente exigimos tolerancia. Todo para
quedarnos cómodos en nuestros pecados. Mientras tanto, la inmoralidad, el
dolor, y la ruina continúan su avance.
Si nuestra
nación no abandona su mal camino, está perdida. Dios no nos soportará para
siempre. Dios es el Juez del mundo; condenó a Sodoma y Gomorra, a Israel y Judá,
y a muchos otros pueblos por su inmoralidad y comportamiento desvergonzado. Y si
nuestra sociedad aún no es tan corrupta como aquellas, parece muy cercana a
serlo.
Nuestro deber
como hijos de Dios es actuar como sal y luz (Mat. 5:13-16). Somos los que
ayudaremos a preservar a nuestra nación para el futuro. Nosotros somos los que
brillan la luz de la verdad en medio de la oscuridad. Si no somos nosotros,
entonces nadie lo será. Somos la última esperanza de nuestra nación.