Por Josué I. Hernández
El
Señor le dijo a Pablo en Hechos 22:18, “Date
prisa, y sal prontamente de Jerusalén; porque no recibirán tu testimonio acerca
de mí”. Pablo argumentó, “Señor,
ellos saben que yo encarcelaba y azotaba en todas las sinagogas a los que
creían en ti…” (Hech. 22:17-21). En otras palabras, Pablo dijo, “ellos
conocen mis credenciales, y debieran estar dispuestos a oírme”. Sin embargo, el
Señor dijo a Pablo, “Ve, porque yo te
enviaré lejos a los gentiles”.
A
veces pensamos que algunos de los que nos rodean escucharán el evangelio, y ¿por
qué no lo harían? Ellos nos conocen, y los conocemos. Saben de nuestra
sinceridad, dedicación, amabilidad, carácter y actitud. Seguramente ellos oirán.
No obstante, cuando llega el momento, y nosotros explicamos la verdad, para
nuestro asombro, ellos la rechazan. Quedamos estupefactos, es algo
inexplicable. ¿Por qué no aceptan el evangelio?
¿Por
qué ellos rechazan la verdad? Después de todo, cuando nosotros la oímos, la
aceptamos (cf. Ef. 1:13). Parece bastante claro el consejo de Dios (cf. Hech.
20:27). Todo lo que estamos tratando de hacer es que obedezcan el evangelio y
sean salvos (cf. 2 Tes. 1:7-10). Pero, luego de nuestros mejores esfuerzos, se
resisten y rechazan la palabra.
Lo
que sucede es que muchos de nuestros compatriotas están “casados” con sus
tradiciones y doctrinas religiosas (cf. Mat. 15:7-9). Están arraigados en la
religión de sus padres, y ni la sagrada Escritura les hará cambiar de parecer. Todo
aquel que se atreva a criticar la doctrina y práctica en la que están involucrados
será su enemigo. Para ellos, nadie tiene el derecho de evaluar sus creencias
religiosas.
Cuando
alguno rechaza la palabra, el Señor nos dice que sigamos adelante (cf. Hech.
22:21). Esta es la idea expresada en Mateo 7:6, “No deis lo santo a los perros, ni echéis vuestras perlas delante de
los cerdos, no sea que las pisoteen, y se vuelvan y os despedacen”.
Puede
ser desalentador enfrentar a tantas personas que, obviamente, pensamos que
estarían felices de oír el evangelio, cuando en realidad se niegan a aceptarlo. Sin embargo, el desánimo puede sacar lo mejor de nosotros, si somos optimistas.
Podemos
quedarnos asombrados ante tanta incredulidad, pero recuerde, Pablo vivió algo
similar con los de su propia nación, y la dirección divina sigue siendo la
misma. Por tanto, no nos cansemos de hacer el bien (cf. Gal. 6:9).