Una vida miserable


Por Josué I. Hernández


El sabio dijo: “Había un hombre solo, sin sucesor, que no tenía hijo ni hermano, sin embargo, no había fin a todo su trabajo. En verdad, sus ojos no se saciaban de las riquezas, y nunca se preguntó: ¿Para quién trabajo yo y privo a mi vida del placer? También esto es vanidad y tarea penosa” (Ecles. 4:8, LBLA).

Muchos están absorbidos por su trabajo, y su trabajo tiene prioridad sobre todo aspecto de sus vidas. En realidad no tienen trabajo, sino que el trabajo los tiene a ellos. Nuestra sociedad nos impulsa a tal cosa.
Siendo jóvenes pocos quieren casarse y formar una familia. Algunos quieren tener “pareja” pero no comprometerse con ella, ni tener hijos juntos. Y si alguno tiene hijos, no pasa tiempo de calidad con ellos. Es que el trabajo domina sus vidas.
Con semejante vida, todas “las cosas” que su riqueza les proporciona son vacías e infructíferas. No tienen con quien compartir sus posesiones, y si tienen con quienes compartir algo, los tales no son su familia o viven apartados de ellos.

Debemos ir a la Biblia y aprender la lección. Necesitamos más que recompensas materiales para hallar verdadera satisfacción por el trabajo que realizamos. Debemos aprender a trabajar por otros. Por la familia (1 Tim. 5:8), por nuestro prójimo (Ef. 4:28), y sobre todas las cosas, debemos aprender a trabajar por las cosas que conciernen a nuestra relación personal con Dios (cf. Mat. 6:33; Jn. 6:27).

Sin un propósito más amplio y profundo, el trabajo es vanidad, y tal existencia es una vida miserable.

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