Por Josué I. Hernández
Cuando
hablamos de “evolución”, fácilmente nos viene a la mente el cambio o
transformación gradual de algo. Por ejemplo, la evolución general orgánica
popularizada por Charles Darwin. De esta filosofía naturalista, nació la
“evolución teísta”, la cual afirma que Dios usó de evolución para crear los
cielos y la tierra, y todo lo que en ellos hay. Y a esto es a lo que algunos se
refieren cuando hablan de una supuesta evolución de la palabra de Cristo. Ellos
ven el evangelio evolucionando en el Nuevo Testamento. Lo ven transformándose
de una etapa primaria a una compleja.
Los que
afirman la evolución de la doctrina del Nuevo Testamento, asumen que la palabra
de Cristo no fue dada tal y como la conocemos hoy, sino que al principio fue
más simple, y que evolucionó a la complejidad que ahora observamos en el Nuevo
Testamento. Por lo tanto, lo que leemos en los primeros capítulos de Hechos, y
en las primeras epístolas, no sería un patrón doctrinal para nosotros, porque
tales eventos narrados pertenecen a un tiempo de doctrina que apenas estaba en
su primera fase.
Sin embargo,
nunca Cristo, o sus apóstoles hablaron de alguna evolución en la revelación. El
Espíritu Santo reveló toda la verdad (Jn. 16:13) y de una vez para siempre
(Jud. 3). El hecho de que la verdad fue revelada, como dijo Pablo, “en parte” (1 Cor. 13:9) no quiere decir
que la palabra de Cristo estaba en evolución. Pablo enseñaba lo mismo siempre
(1 Cor. 4:17), y nunca evolucionó su predicación en los años de su ministerio.
Es más, Pablo afirmó que hay un solo evangelio, y que éste no cambia (Gal.
1:6-9)
El Señor Jesús
instruyó a sus apóstoles, “enseñándoles
que guarden todas las cosas que os he mandado” (Mat. 28:20). Nuestro Señor
Jesucristo sabía que lo que él dijo no sería transformado por alguna evolución.
Esta es la razón por la cual podemos diferenciar la verdad del error (cf. Rom.
12:9; 1 Tes. 5:21; 1 Jn. 4:1). La verdad no cambia, no evoluciona. La verdad de
Cristo siempre dice lo mismo, y hace lo mismo (Jn. 8:32; Ef. 1:13; Sant. 1:18)
hasta el fin de los tiempos, porque permanece para siempre (1 Ped. 1:25).