La fidelidad de Dios


Por Josué Hernández


"en la esperanza de la vida eterna, la cual Dios, que no miente, prometió desde antes del principio de los siglos" (Tit. 1:2).


Las personas olvidan lo que han prometido (Gen. 40:23), por lo cual necesitamos de testigos (Rut 4:2,9,11). Sin embargo, los testigos también pueden olvidar, así que acudimos a contratos legales, donde las promesas y obligaciones tienen que ser cuidadosamente especificadas para que no haya confusión en la interpretación de las condiciones, y los participantes tienen que ser honestos, de lo contrario surgirán muchos problemas.

Idealmente, sin embargo, un juramento resolvería toda disputa (Gen. 22:16; Sal. 110:4), y hubo un tiempo en el que la palabra del hombre constituía verdaderamente su compromiso, ¡y se mantenía la palabra a cualquier costo!

Si todas las personas fueran leales, honorables y justas, entonces se podría confiar totalmente en el pacto hecho con el prójimo.  Así mismo, si todas las personas fueran totalmente sinceras unas con otras, muchos de los problemas que tenemos en nuestra sociedad - por la falta de lealtad - se resolverían.

Pero, Dios no es hombre para que mienta (Num. 23:19; 1 Sam. 15:29), él es fiel (Deut. 7:9), él es inmutable (Mal. 3:6), en él “no hay mudanza, ni sombra de variación” (Stgo. 1:17).

El hecho de que Dios no es mentiroso (Tit. 1:2), nos asegura de que aunque nosotros seamos infieles, él permanecerá fiel, a sus promesas y advertencias, porque él no puede ser infiel a su propio carácter y naturaleza (2 Tim. 2:13; Heb. 6:13-20).

¡Dios no cambia! Y esto nos proporciona la seguridad de que él cumplirá sus promesas y advertencias (Rom. 2:1-11).


"Así que, hermanos míos amados, estad firmes y constantes, creciendo en la obra del Señor siempre, sabiendo que vuestro trabajo en el Señor no es en vano" (1 Cor. 15:58).


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