Por Josué Hernández
Cuenta la historia acerca de un elocuente predicador que llegó a presentar una serie bíblica a la congregación de cierto barrio, era un hermano conocido, considerado “un gran predicador”, muy talentoso, por cierto. Parecía conocer la Biblia de memoria. Se movía con soltura a través del registro inspirado, y realmente, parecía saberlo todo. Entre los asistentes estaba cierto “predicador desconocido” que oía y miraba con atención, quien sintiéndose disminuido por la exposición bíblica comenzó a experimentar una pesada carga de insuficiencia. Aquella misma palabra que podría edificar su espíritu, a él lo deprimía por compararse con el expositor: “Si pudiera predicar como este hermano… pero ignorante como soy, será mejor que deje de hacerlo…”. Durante una semana se sintió miserable, con la idea de dejar el ministerio, porque no podía exponer la palabra como aquel “gran predicador”. Se lamentó, y lloró en oración, y al final, ya liberado del problema, dijo: “No todo hombre puede ser un gran predicador, y alguno en el mundo debe ser el menor de todos los predicadores del evangelio, y si esto le agrada a Dios yo seré aquel hombre”. Pidió a Dios la fuerza y la dirección para ocupar el único talento recibido, y desde aquel momento se alegró de trabajar con todas sus fuerzas en la viña del Señor.
No es algo extraño que un predicador del evangelio se compare con algún predicador que admire. Lo peligroso será que se desanime por no ser como aquel gran predicador y comience a enfocarse en su propia insuficiencia. No obstante, hay varios problemas al hacer comparaciones que disminuyan nuestra capacidad efectiva:
Nos hacemos jueces sobre nosotros mismos y nuestro trabajo. Pero, tal juicio pertenece solamente a Cristo, quien es el único que está calificado para juzgarnos definitivamente (Sant. 4:12). Pablo dijo a los corintios, “de hecho, ni aun yo me juzgo a mí mismo” (1 Cor. 4:3, LBLA). Estamos de pie, o caemos, ante el juicio de Cristo, no ante el juicio personal (Rom. 14:4). Al compararnos con otros de semejante forma damos a conocer falta de entendimiento, “midiéndose a sí mismos y comparándose consigo mismos, carecen de entendimiento” (2 Cor. 10:12, LBLA).
Todos los predicadores del evangelio son compañeros de trabajo. Pablo escribió, “¿Qué es, pues, Apolos? Y ¿qué es Pablo? Servidores mediante los cuales vosotros habéis creído, según el Señor dio oportunidad a cada uno. Yo planté, Apolos regó, pero Dios ha dado el crecimiento. Así que ni el que planta ni el que riega es algo, sino Dios, que da el crecimiento” (1 Cor. 3:5-7, LBLA). Todo predicador sirve a una causa común con varios otros, y su obra es concurrente en ello. Pero, la gloria es para el Señor.
Todos los miembros del cuerpo de Cristo son importantes. Sin importar nuestro parecer en el asunto, cada miembro tiene una función específica que lo califica para su posición en el cuerpo como parte vital del conjunto (1 Cor. 12:14-27). En la parábola de los obreros de la viña (Mat. 20:1-16) aprendemos que todos los que trabajaron fueron recompensados por el Señor aunque algunos evidentemente trabajaron más horas.
Nunca sabemos el impacto duradero que tendrá nuestra labor. Al comentar sobre la respuesta de los samaritanos, Jesús dijo a sus discípulos, “¿No decís vosotros: "Todavía faltan cuatro meses, y después viene la siega"? He aquí, yo os digo: Alzad vuestros ojos y ved los campos que ya están blancos para la siega. Ya el segador recibe salario y recoge fruto para vida eterna, para que el que siembra se regocije juntamente con el que siega. Porque en este caso el dicho es verdadero: "Uno es el que siembra y otro el que siega." Yo os envié a segar lo que no habéis trabajado; otros han trabajado y vosotros habéis entrado en su labor” (Jn. 4:35-38, LBLA). A menudo la cosecha resultará de la siembra exhaustiva de otros que nunca verán el resultado de sus labores. Simplemente, no podemos saber el impacto que tendrá nuestra obra de predicación, pero podemos trabajar siempre con diligencia y con todas nuestras fuerzas.
Conclusión
La forma en que reaccionemos al sentimiento de insuficiencia, cuando éste nazca en nuestro corazón, por sentirnos disminuidos en una comparación, es un asunto de vida o muerte. La razón no es difícil de captar. No hemos sido llamados a usar los talentos de otros, sino nuestros propios talentos. Y aun cuando tengamos menos capacidad, somos responsables de ella, como aprendemos en la parábola de los talentos (Mat. 25:14-30).
Cada siervo del Señor ha sido responsabilizado conforme a su capacidad (Mat. 25:14,15). El siervo que recibió cinco talentos, y que ganó otros cinco talentos (v.16), fue recompensado (v.21). Así, también, el siervo que recibió dos talentos (v.15), y que ganó otros dos (v.17) fue recompensado por su fidelidad (v.23). En cambio, el siervo que recibió un talento (v.15) fue castigado por no ejercer una buena administración sobre su único talento (v.18) el cual escondió en la tierra hasta la venida de su amo (v.24-30). Este siervo negligente no tenía que ganar cinco talentos para agradar a su amo, ni siquiera se esperaba que ganara dos talentos para ser considerado fiel. Su fidelidad no dependía de alguna comparación con otro, sino de su trabajo personal en servicio a su amo.
Si algún predicador se considera a sí mismo “hombre de un talento” en comparación con otros “predicadores talentosos”, debe servir al Señor con todo su corazón y capacidad. En lugar de desanimarnos al compararnos con otros, que seamos felices por lo que estamos haciendo, y podemos hacer, en la viña del Señor.