Por Josué Hernández
“Pero él les
mandó que a nadie dijesen esto, encargándoselo rigurosamente, y diciendo: Es
necesario que el Hijo del Hombre padezca muchas cosas, y sea desechado por los
ancianos, por los principales sacerdotes y por los escribas, y que sea muerto,
y resucite al tercer día. Y decía a todos: Si alguno quiere venir en pos de mí,
niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame” (Luc. 9:21-23).
Tres veces, el Señor Jesús
predijo su muerte, según el relato en los evangelios sinópticos (Mateo, Marcos,
Lucas), y con cada predicción, Jesús enseñó sobre la naturaleza del discipulado,
lo que significa seguirlo a él.
Seguir a Cristo es imitarle, hacer lo que él hizo, ir donde él fue. Y en este pasaje, Cristo
presentó el destino de este llamado: La cruz.
Jesús vino a hacer la voluntad
del Padre, sin importar el costo para él. Y nos invita a seguirlo en el mismo
viaje abnegado de compromiso con la voluntad del Padre. Para que ninguno malinterpretara la naturaleza de este compromiso, Jesús lo
expresó de la manera más gráfica posible.
Somos convocados a seguir a Jesús
en la vergonzosa procesión al Gólgota, llevando nuestra propia cruz en la
marcha hacia la ejecución espeluznante llamada crucifixión, mientras somos hechos
espectáculo al mundo incrédulo.
Este lenguaje no debe ser presionado
crudamente haciéndolo literal, aunque muchos cristianos murieron
por su fe, incluso, crucificados. Sin embargo, este lenguaje tampoco debe
diluirse, admirándolo como una figura lejana y sin aplicación personal. Seguir a
Cristo es un compromiso absoluto con la voluntad del Padre, un compromiso difícil.
Seguir el ejemplo de Cristo es
rendir el ego a los deseos de Dios. Significa ignorar las burlas de la multitud
para mantenerse en el camino impopular de la fidelidad a la verdad. Significa
amar y perdonar, significa sacrificio, servicio humilde, incluso, significa muerte.
El apóstol Pablo escribió, “Con Cristo
estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que
ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se
entregó a sí mismo por mí” (Gal. 2:20); y luego, escribió: “Pero lejos esté de mí
gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me
es crucificado a mí, y yo al mundo” (Gal. 6:14).
A pesar de lo anterior, el destino final del
camino de Cristo no es la cruz, sino una tumba vacía, y una nueva vida
gloriosa. Jesús prometió, “Porque todo el que quiera salvar su vida, la
perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, éste la salvará”
(Luc. 9:24).
Seguir a Cristo es perder la vida,
para salvarla, ser el primero por ser el postrero, buscar la grandeza al servir.
Aquellos que seguimos a Cristo
hemos elegido el camino angosto, el más impopular y difícil de todos. Pero, la resurrección de nuestro
Señor garantiza que el viaje valdrá la pena.