Por Josué Hernández
El Señor Jesús quiere discípulos,
“Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el
nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden
todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los
días, hasta el fin del mundo. Amén” (Mat. 28:19,20).
Un discípulo es un aprendiz, uno
que sigue la enseñanza de su maestro (cf. Mat. 5:1; Hech. 11:26). El verdadero
aprendiz seguirá a su maestro para aprender de él e imitarle (Jn. 12:26). Jesús
quiere que le sigamos y permitamos que él viva y reine en nuestros corazones (cf. Mat. 11:28; Jn. 8:31).
Hacernos discípulos de Cristo no
es una decisión casual o apego emocional, es una devoción total y sincera. El
costo de hacernos sus discípulos es grande. Jesús demanda un amor total a su
persona, para seguirlo a donde sea que él se dirija, y soportar las dificultades
que esto conlleva. En otras palabras, el discipulado que Cristo exige es un compromiso
total con él.
Cuando grandes multitudes le
seguían (Luc. 14:25), el Señor las desafió a detenerse y calcular el costo
(v.26,27). Ofreció dos ilustraciones para indicar la importancia de sacar los
cálculos necesarios, y les habló de un hombre que antes de edificar una torre
calcula si tiene lo suficiente para completarla (v.28-30), y de un rey que al
marchar a la guerra calcula si puede entablar la batalla con el ejercito que
posee a su disposición (v.31,32). La conclusión de Cristo es inequívoca, “Así,
pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser
mi discípulo” (v.33).
Ninguno podría seguir a Cristo
engañado. El Señor quiere que entendamos plenamente en lo que nos estamos
embarcando al hacernos sus discípulos, “Yendo ellos, uno le dijo en el
camino: Señor, te seguiré adondequiera que vayas. Y le dijo Jesús: Las zorras
tienen guaridas, y las aves de los cielos nidos; mas el Hijo del Hombre no
tiene dónde recostar la cabeza. Y dijo a otro: Sígueme. El le dijo: Señor,
déjame que primero vaya y entierre a mi padre. Jesús le dijo: Deja que los
muertos entierren a sus muertos; y tú vé, y anuncia el reino de Dios. Entonces
también dijo otro: Te seguiré, Señor; pero déjame que me despida primero de los
que están en mi casa. Y Jesús le dijo: Ninguno que poniendo su mano en el arado
mira hacia atrás, es apto para el reino de Dios” (Luc. 9:57-62).
El propósito de Cristo no es
desalentarnos. Sin embargo, el quiere advertirnos contra el intento de
pretender seguirle con un espíritu frívolo y falto de la correcta
determinación.
Al calcular el costo del discipulado,
calculamos el costo de la ganancia, no de la pérdida, considerando lo que hemos
de perder para ganar el privilegio y gran bendición de hacernos discípulos del
Señor Jesucristo. Ciertamente, ningún precio será demasiado alto en
consideración de seguir a Cristo y alcanzar la vida eterna.
Luego de leer la enseñanza de
Cristo en Lucas 14:25-33, nos encontramos con las siguientes palabras, “Buena
es la sal; mas si la sal se hiciere insípida, ¿con qué se sazonará? Ni para la
tierra ni para el muladar es útil; la arrojan fuera. El que tiene oídos para
oír, oiga” (v.34,35).
Un discípulo puede volverse
inútil, y para evitar esta tragedia cada discípulo debe contar el costo del
servicio diario a Jesucristo.
No podemos ser discípulos
verdaderos si seguimos el ejemplo de Lot, quien eligió mudarse a Sodoma debido
a las oportunidades financieras ahí, a pesar de la reputación de inmoralidad de
los habitantes del lugar (Gen. 13). No podemos cometer el mismo error,
permitiendo que los beneficios materiales anulen las consideraciones
espirituales más importantes. El verdadero discípulo de Cristo no solamente
mirará cuánto dinero ganará en un trabajo potencial, sino que primeramente
considerará ser fiel a su maestro, Jesucristo.
No podemos ser discípulos verdaderos
si nos involucramos en actividades que nos quitan el tiempo para servir a
nuestro Señor. Cuando actividades inocentes, como los deportes y recreación,
nos impiden la hospitalidad, la fiel asistencia a las reuniones de la iglesia,
la participación en el trabajo de edificación y evangelización, tales actividades
inocentes nos han quitado de lo más importante de la vida. ¡Cuántos padres
queremos “enriquecer” las vidas de nuestros hijos a la vez que hemos dejado de
enseñarles a poner a Cristo primero, lo cual resulta en robar a nuestros
propios hijos de lo más importante!
No podemos ser discípulos
verdaderos si menguamos nuestro compromiso de ser sal de la tierra y luz de
este mundo (Mat. 5:13-16). Nuestro ejemplo e influencia es nuestra sal y luz.
Toda actividad del discípulo de Cristo debe considerar la influencia que tendrá
en su entorno. Si la influencia es negativa, la actividad se evitará. Los
pensamientos e intenciones, la conducta cotidiana, las palabras y la vestimenta,
serán la preocupación constante del fiel discípulo de Cristo.
El verdadero discípulo de Cristo
vive calculando el costo, y está preocupado por seguir las enseñanzas de su maestro
celestial. La pregunta es, ¿somos discípulos de Cristo? ¿Estamos aprendiendo de
él y practicando lo que nos enseña?