Hay un problema general que encontramos
en todos los países, y en todas las culturas, aquello de buscar a quien culpar
cuando “las cosas van mal”. Otro debe ser responsable. Otro debe tener la culpa.
Por lo tanto, la culpa es lanzada, como pelota en un partido de tenis, de un
lado al otro. La responsabilidad debe recaer sobre algún otro, a quien culpamos
para posicionarnos en el lugar de las víctimas que imploramos por justicia y
castigo. Al parecer, en la mayoría de los casos, el problema social de culpar a
otros es un asunto de frustración.
Debemos cuidarnos del juego de culpar
para no responsabilizarnos. Este juego popular puede darnos una falsa sensación
de inocencia. La Biblia es clara en que cada uno de nosotros es responsable
ante Dios por su conducta personal y consecuencias de sus propias decisiones.
Cuando Dios confrontó a Adán acerca
de su pecado, él culpó a su mujer (Gen. 3:12) y ella culpó a la serpiente (Gen.
3:12). No podemos negar que Eva contribuyó a la desobediencia de Adán, y la
mentira de la serpiente engañó la mente de Eva. Sin embargo, cada cual tenía
responsabilidad en el asunto, y cada cual fue castigado.
El profeta Ezequiel vivió en los
días en que la nación de Judá fue tomada cautiva por los babilonios como
castigo por sus pecados. El pueblo en general culpaba a sus padres con un
refrán que se hizo popular (Ez. 18:2), y Dios señaló mediante Ezequiel que no
quería seguir oyendo tal cosa, “El alma que pecare, esa morirá; el hijo no
llevará el pecado del padre, ni el padre llevará el pecado del hijo; la
justicia del justo será sobre él, y la impiedad del impío será sobre él”
(Ez. 18:20).
La palabra de Cristo nos enseña
la misma verdad. “De manera que cada uno de nosotros dará a Dios cuenta de
sí” (Rom. 14:12). “Porque es necesario que todos nosotros comparezcamos
ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho
mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo” (2 Cor. 5:10).
Que aprendamos a reconocer
nuestra responsabilidad personal, y que hagamos todo cambio necesario para
agradar a Dios.