Por Josué Hernández
En el mundo denominacional, es
común la sucesión de magisterio y la ordenación de los ministros por los jefes
de la denominación. No obstante, tales cosas son totalmente desconocidas en el
Nuevo Testamento y por lo tanto desaprobadas por Dios. Simplemente, no hay denominaciones en las páginas del Nuevo Testamento.
Cuando dejamos de lado la
organización denominacional de las distintas confesiones religiosas llamadas
“cristianas” y fijamos la vista en el patrón del Nuevo Testamento, vemos que las
iglesias de Cristo del primer siglo eran totalmente autónomas en su
organización, ejerciendo el derecho y la facultad de gobernar sus propios
asuntos bajo la dirección de Cristo, y tomando sus propias decisiones al
respecto (Hech. 14:23; cf. 11:29; 1 Cor. 16:1-3). En el primer siglo, no había
comunión orgánica entre dos o más iglesias; y, ninguna iglesia actuó como agencia
centralizadora de la hermandad.
El sistema de ordenación en el
ministerio es popular entre las denominaciones modernas porque permite el
control de los nuevos “reverendos” subordinados bajo el poder de los directivos
de la denominación y con esto se puede controlar a toda la denominación. Es un
hecho patente que la “ordenación en el ministerio” será conforme a la
estructura y reglamento interno de la denominación.
¿Ordenación de
evangelistas?
Para nuestra sorpresa, algunos
hermanos piensan que una determinada iglesia local de influencia tendría que
“ordenar” a ciertos varones como predicadores del evangelio para la hermandad, es decir, como evangelistas oficiales, y así autorizarles en la predicación del evangelio. Lo cual en sí
mismo es un error, porque ninguna iglesia local tiene la facultad de ordenar
obreros para la hermandad. No hay mandamiento, declaración, ejemplo o
implicación a favor de la sucesión de magisterio y la ordenación de ministros. Además,
la propia ceremonia de ordenación de algún obrero es desconocida en las páginas
del Nuevo Testamento. Tal ceremonia oficial viene del denominacionalismo, no de
la Biblia.
La centralización de oficios y
cargos para la hermandad no es una idea que provenga de la sabiduría de Dios.
Simplemente, tal cosa es de los hombres, y no del cielo (cf. Mat. 21:25), es
doctrina de demonios (1 Tim. 4:1). La razón es sencilla, la hermandad no ha
sido organizada por el Señor y, por lo tanto, no tiene alguna obra que cumplir
como un cuerpo universal centralizado en torno a alguna sede de gobierno
regional, nacional, iberoamericano, etc.
En un esfuerzo ingenioso, algunos hermanos han afirmado que en Hechos 13:3 encuentran la “ceremonia de ordenación” de los
evangelistas como ministros para la hermandad. Pero, nótese que antes de que ocurriese la imposición de las manos sobre
Saulo y Bernabé, ellos ya estaban “ministrando” (Hech. 13:2), es decir, ya eran ministros. En este pasaje no hay nada de alguna
ceremonia de ordenación imprescindible para ser un evangelista aprobado por
Dios en la hermandad.
Cada iglesia local es autónoma y,
por lo tanto, no será extraño que de ella salgan los que anuncien las buenas
nuevas (cf. Rom. 10:14-18). Quienes eventualmente serán invitados por otras
congregaciones, predicando según su capacidad y oportunidad. Sencillamente, en
el plan de Dios no hay algo más grande, o más pequeño, que la iglesia local (1
Tim. 3:15). Esta es la única institución de Cristo para hacer la obra.
Las organizaciones más grandes, o
externas a la iglesia local, que pretenden formar y nombrar los predicadores
oficiales de la hermandad, carecen de autorización bíblica, y no deben ser
tomadas en cuenta por el pueblo de Dios.
Lo que requiere el evangelista
La palabra griega para
evangelista es “euangelistes” que debe ser entendida como “El que lleva buenas
noticias, un evangelista. Se da este nombre en el Nuevo Testamento a aquellos
anunciadores de la salvación gracias a Cristo que no son apóstoles: Hech. 21:8;
Ef. 4:11; 2 Tim. 4:5” (Thayer).
Los otros términos para describir
la obra del evangelista son “predicador” (“kerux”; 1 Tim. 2:7; 2 Tim. 1:11) y “heraldo”
(“kerusso”; 2 Tim. 4:2).
Para ser evangelista se requiere
cierta habilidad especial en la predicación de la verdad, pero sobre todo
fidelidad (1 Tim. 4:11-16; 2 Tim. 3:10-12). Es preciso que el evangelista no
sea perezoso (1 Tim. 4:15; 2 Tim. 2:15) sino ejemplo de los creyentes (1 Tim.
4:12) cuidando su conducta y enseñanza (1 Tim. 4:16) para conservarse puro (1
Tim. 5:22). En fin, vemos que las Escrituras ponen el énfasis en cualidades de
carácter (Fil. 2:20-22), cualidades que son invalidadas por la arrogancia de aquellos que miran
alguna “ordenación” previa como requisito para ser efectivamente un
evangelista.