Por Josué Hernández
En cierta ocasión, estando Jesús enseñando en el templo,
los escribas y los fariseos llevaron ante él “una mujer sorprendida en
adulterio” (Jn. 8:3). Según leemos, la compañía interrumpió la enseñanza, y
sin duda alguna, se produjo un disturbio (Jn. 8:1-4), y la mujer quedó en medio
de todos (v.3).
Ciertamente, un relato instructivo. Lamentablemente, un
relato torcido por algunos que lo utilizan para enseñar que no es necesario
sujetarse estrictamente a la palabra de Dios. No obstante, al estudiar
cuidadosamente aprendemos que Jesús enseñó todo lo contrario. Siempre debemos
ser cuidadosos para enseñar y aplicar todo lo que la palabra de Dios requiere
de nosotros.
Los escribas y fariseos afirmaban, “esta mujer ha sido
sorprendida en el acto mismo de adulterio” (Jn. 8:4). Nótese aquí, que
ellos no la sorprendieron en dicho acto, no podían decir “nosotros la sorprendimos
y somos los testigos”. ¿Dónde estaban los testigos? Afirmar no es probar. Y,
¿por qué no llevaron también al adúltero?
La ley de Dios indicaba, “Si un hombre cometiere
adulterio con la mujer de su prójimo, el adúltero y la adúltera indefectiblemente
serán muertos” (Lev. 20:10).
El apedreamiento no podía ejecutarse por simples afirmaciones.
No tenía valor el dicho de un solo testigo (Num. 35:30), dos o tres testigos
debían presentar testimonio involucrándose en el proceso, al punto de ser los
primeros en lanzar las piedras: “Por dicho de dos o de tres testigos morirá
el que hubiere de morir; no morirá por el dicho de un solo testigo. La mano de
los testigos caerá primero sobre él para matarlo, y después la mano de todo el
pueblo; así quitarás el mal de en medio de ti” (Deut. 17:6,7).
Revelaron su propósito, y agregaron, “Y en la ley nos
mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices? Mas esto decían
tentándole, para poder acusarle. Pero Jesús, inclinado hacia el suelo, escribía
en tierra con el dedo” (Jn. 8:5,6). Obviamente, no había intención de honrar
a Dios en el proceder de estos líderes religiosos, solamente buscaban ocasión
contra Cristo, y la mujer era un medio para lograr sus fines malévolos.
Entonces, en el momento justo, habiendo llamado la
atención a su persona y enseñanza, Jesucristo dijo, “El que de vosotros esté
sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella” (Jn. 8:7). Es
decir, que los testigos que presenciaron el pecado obedezcan a Dios y comiencen
la lapidación. No había nadie que pudiera hacerlo.
“Pero ellos, al oír esto, acusados por su conciencia,
salían uno a uno, comenzando desde los más viejos hasta los postreros; y quedó
solo Jesús, y la mujer que estaba en medio” (Jn. 8:9).
Jesús no enseñó la obediencia selectiva, o casual, a la
palabra de Dios. El ejemplo de Cristo, nuevamente, no indica la necesidad de
sujetarnos totalmente a la revelación de Dios. Los escribas y fariseos torcían
el sentido de las Escrituras para su conveniencia, Cristo no lo hizo.
Cuando todos se fueron, el Señor nuevamente habló, “Mujer,
¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?” (Jn. 8:10). Los
acusadores no estaban presentes. Sin disculparse siquiera, se habían ido, y la
mujer sigue en medio (v.9).
“¡Qué ternura y gracia inimitables! Consciente de su
propia culpa, y hasta ahora en manos de hombres que habían hablado de
apedrearla, maravillada de la habilidad con que habían sido dispersados sus
acusadores, y de la gracia de las pocas palabras a ella dirigidas, ella estaría
dispuesta a escuchar, con una reverencia y docilidad antes desconocidas, la
admonición de nuestro Señor” (Jamieson, Fausset, Brown).
Ahora, el Señor da a la mujer una nueva oportunidad. Ella
debía abandonar el pecado: “Entonces Jesús le dijo: Ni yo te condeno; vete,
y no peques más” (Jn. 8:11).
“En Jesús encontramos el evangelio de la segunda
oportunidad. Jesús siempre manifestaba un interés intenso, no sólo en lo que
había sido una persona, sino en lo que podía llegar a ser. No decía que lo que
habían hecho carecía de importancia; las leyes quebrantadas y los corazones
destrozados siempre importan, pero Jesús estaba convencido de que todos los
hombres tienen tanto un futuro como un pasado” (William Barclay).
La gracia de Dios no es justificación para que
perseveremos en el pecado (Rom. 6:1; cf. Jud. 4), es la ocasión para aferrarnos
a Cristo, disfrutando de la vida nueva (Rom. 6:11,12; 2 Cor. 5:17).
“Porque la gracia de Dios se ha
manifestado para salvación a todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a
la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y
piadosamente” (Tito
2:11,12).
Nota: “Agustín ha afirmado concretamente que ciertas personas habían quitado
de sus códigos la sección referente a la adúltera, porque temían que las
mujeres recurrirían a este relato como excusa para su infidelidad (De
adulterinis conjugiis II, vii). Íntimamente relacionado con esto está el hecho
de que el ascetismo desempeñó un papel importante en la era subapostólica. De
ahí que no se pueda descartar totalmente la sugerencia de que esta sección
(7:53–8:11) formaba en otro tiempo parte del Evangelio de Juan para ser quitada
del mismo más tarde... Nuestra conclusión final, pues, es esta: si bien no se
puede probar ahora que este relato formó parte integral del cuarto Evangelio,
tampoco es posible probar lo opuesto en forma definitiva. Creemos, además, que
lo que se relata realmente tuvo lugar, y no contiene nada que esté en conflicto
con el espíritu apostólico. De ahí que, en lugar de eliminar esta sección de la
Biblia, debería retenerse y utilizarse para nuestro provecho” (William
Hendriksen).