Por Josué Hernández
Así se expresaba el apóstol Pablo,
“Así que, en cuanto a mí, pronto estoy a anunciaros el evangelio
también a vosotros que estáis en Roma. Porque no me avergüenzo del
evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree; al
judío primeramente, y también al griego” (Rom. 10:15,16).
El evangelio son las buenas nuevas
de salvación en Cristo Jesús. Sus hechos esenciales son que Jesús murió por
nuestros pecados, que fue sepultado, que resucitó y que apareció (1 Cor.
15:1-11).
La invitación de Cristo mediante
su evangelio está abierta a todos, “Y les dijo: Id por todo el mundo y
predicad el evangelio a toda criatura” (Mar. 16:15). La respuesta adecuada
a semejante invitación es la fe expresada en el bautismo, “El que creyere y
fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado” (v.16).
Aprendemos en otro relato, que Jesús también requiere que la fe se exprese en
arrepentimiento, “y que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el
perdón de pecados en todas las naciones, comenzando desde Jerusalén” (Luc.
24:47).
¿Por qué alguien se avergonzaría
de obedecer y predicar “el glorioso evangelio del Dios bendito” (1 Tim.
1:11)? La respuesta general de vergüenza se debe principalmente al rechazo y la
ridiculización del mundo.
Una mayoría en el primer siglo
rechazaba el evangelio, y de esto Pablo escribió: “pero nosotros predicamos
a Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero, y para los
gentiles locura” (1 Cor. 1:23). Los muchos rechazaron el mensaje de la cruz
y, por lo tanto, despreciaron la invitación de Dios (cf. Hech. 17:32; 26:24-29).
Actualmente, una parte
considerable de la sociedad contempla los hechos del evangelio de Jesucristo
como legendarios, ridiculizando la idea de que exista alguna necesidad de
salvación, debido a lo cual, el cristiano es tratado como un simplón
supersticioso.
La mayoría cree en “el Jesús
histórico”, y aprecia algunas de sus enseñanzas, pero siempre se resiste a un
total compromiso con Dios. Aprecian el valor moral de algunos principios del
evangelio, pero descartan los que no tienen un contacto directo con la cultura
y las necesidades del “hombre moderno”.
Mientras predicamos “el
evangelio del reino de Dios y el nombre de Jesucristo” (Hech. 8:12) debemos
estar preparados para la oposición de una mayoría que solo piensa “en lo
terrenal” (Fil. 3:19). Debemos llenarnos de la palabra de Cristo (Col. 3:16;
cf. Ef. 4:20,21), debemos orar por fortaleza (cf. Ef. 3:16), debemos
preocuparnos los unos por los otros (1 Cor. 12:25) y fortalecer las manos de
nuestros hermanos (cf. 1 Sam. 23:15,16).
Independientemente de la reacción
de la mayoría, nunca nos avergoncemos del evangelio. La evaluación de Dios, no la
de los hombres, es la que importa. Que todos tengamos este noble espíritu.