Se piensa que, entre más demos
menos tendremos, ¿cierto? Sin embargo, el evangelio de Cristo cuestiona la
validez de semejante aritmética. Cristo enseñó lo contrario, “Más
bienaventurado es dar que recibir” (Hech. 20:35), y el que da con generosidad
“abundantemente también segará” (2 Cor. 9:6-11; cf. Luc. 6:38). La generosidad
tiene un efecto bumerán que trae más de lo que envía. Si reconocemos la alegría de dar,
experimentaremos la satisfacción de una buena obra que glorifica a Dios. Sin
embargo, no debemos relegar la generosidad a una temporada aislada del año,
porque la generosidad debe ser nuestro gozo cotidiano. Para encender el fuego de la
generosidad debemos comenzar a ver “el dar” como algo más que un simple “acto”.
El dar debe ser la expresión de nuestro corazón. El dar no se origina en la
mano, sino en el corazón. Un corazón generoso solo puede
ser esculpido por Dios, el gran Dador. Dios ha dado lo que no merecíamos (Jn.
3:16), y continúa dándonos en su benignidad para guiar todo corazón al
arrepentimiento (Rom. 2:4). En otras palabras, el dar es parte de la naturaleza
de Dios y de todos lo que han sido tocados por su carácter (Mat. 5:45). Esta fue la historia de los
primeros cristianos. Entendieron el mensaje de la gracia de Dios (cf. Rom.
5:1-11; Tito 3:3-7). Sus vidas cambiaron porque recibieron “la abundancia de la
gracia y del don de la justicia” (Rom. 5:17).