Por Josué Hernández
El apóstol Pablo escribió por el
Espíritu Santo, “Mira, pues, la bondad y la severidad de Dios; severidad para
con los que cayeron, pero para ti, bondad de Dios si permaneces en su bondad;
de lo contrario también tú serás cortado” (Rom. 11:22).
Comenta Bill H. Reeves, “Dios es
amor (1 Jn. 4:8), pero también “es fuego consumidor” (Heb. 12:29; también véase
10:26-31). La bondad de Dios se mostró en perdonar a los gentiles obedientes al
evangelio. Su severidad se mostró en rechazar a los judíos incrédulos. En ambos
casos la bondad y la severidad de Dios dependía de la actitud del hombre.
Jesucristo era piedra de tropiezo para los judíos incrédulos, y cayeron,
desechados por Dios. Su rechazamiento fue condicional. De igual manera fue
condicional la estancia de los gentiles obedientes en la bondad de Dios. Tenían
que perseverar en ella por la fe. De otra manera sufrirían la misma
consecuencia” (Notas sobre Romanos).
Algunos ejemplos
de la bondad y la severidad de Dios
Con bondad Dios creó un mundo
maravilloso en el que todo era bueno (Gen. 1:31), un hogar perfecto para la
humanidad, proporcionando todo lo que necesitábamos, incluidas sus
instrucciones para nuestro bien. Sin embargo, cuando la primera pareja
desobedeció esas instrucciones, Dios los expulsó del idílico paraíso,
exponiéndolos a ellos, y como consecuencia a todas las generaciones venideras,
al dolor y la muerte (Gen. 3).
Con bondad Dios envió dos ángeles
para advertir a Lot y a su familia para que abandonaran la inmoral Sodoma, y
así lograsen escapar del castigo divino. Es más, los ángeles consintieron con
el deseo de Lot para su ruta de escape. Pero, cuando la esposa de Lot desobedeció
las condiciones de Dios, el Señor la convirtió en una estatua de sal (Gen. 19).
Con bondad, Dios envió a Moisés
para liberar a la nación de Israel de la esclavitud en Egipto. El libro Éxodo
registra cómo Dios extendió su mano poderosa para humillar a Faraón y a Egipto
con él, liberando así a Israel de la dura servidumbre. Sin embargo, cuando la
nación en su incredulidad endureció su corazón, Dios se encargó de que toda la
generación adulta muriera en el desierto (Num. 13-14). Incluso, Moisés, debido a
su pecado, no pudo entrar en la tierra de Canaán (Num. 20:8-13).
Con bondad, Dios envió a su Hijo al
mundo como expiación por nuestros pecados. Nadie más estaba calificado para
semejante misión. Dios ofrece el perdón a todo aquel que ponga su confianza en
Cristo y su sacrificio, cuando expresa esa confianza al convertirse en
discípulo de Jesús (Rom. 3:23-26; Mat. 28:18-20). Sin embargo, Dios advierte
del castigo eterno para aquellos que no obedecen al evangelio (2 Tes. 1:8,9;
Rom. 11:22).
La predicación moderna tiende a
enfocarse principalmente en la gracia y la bondad de Dios, con poca mención, si
es que menciona, la severidad de Dios. No obstante, Pedro (Hech. 2:37-40), Pablo
(Hech. 13:16-41), y todos los fieles cristianos en el primer siglo, presentaron
una visión más equilibrada.
Regocijémonos en la bondad de
Dios, mientras mantenemos un temor saludable para no desagradarle, sabiendo de
su severidad.
“Por lo cual,
puesto que recibimos un reino que es inconmovible, demostremos gratitud,
mediante la cual ofrezcamos a Dios un servicio aceptable con temor y
reverencia; porque nuestro Dios es fuego consumidor” (Heb. 12:28,29).