Por Josué Hernández
Hay una ley del perdón para el pueblo de Dios, y esta incluye, además del
arrepentimiento (cf. Hech. 8:22; 2 Cor. 7:10), la confesión del pecado
cometido. El apóstol Juan escribió: “Si confesamos nuestros pecados, él es
fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Jn. 1:9; cf. Sant. 5:16).
No basta el admitir la falta, y demostrar tristeza por las consecuencias de
esta, como suele hacerlo el político promedio. Dios ha especificado la
confesión del pecado, es decir, la especificación de aquello en lo cual se pecó,
como requisito para perdonar a sus hijos (cf. Lev. 5:5; Num. 5:6,7).
El cristiano no practica el pecado (1 Jn. 3:6-10), sencillamente, el
pecado no es parte de su vida (1 Jn. 2:1), y cuando tropieza, se arrepiente y
continúa en la luz del Señor (1 Jn. 1:5-8). El pecado confesado en
arrepentimiento no es “pecado de muerte” (1 Jn. 5:16,17).
El pecado es grave, porque es una violación de la norma de conducta establecida por Dios: “Todo
aquel que comete pecado, infringe también la ley; pues el pecado es infracción
de la ley” (1 Jn. 3:4). El pecado insulta a Dios (Is. 43:24; 2 Sam. 11:27;
Hab. 1:13), contrista a Dios (Gen. 6:6; Mat. 23:37,38; Mar. 3:5), y avergüenza
a Dios (Heb. 12:5-11; cf. Prov. 29:15).
La gravedad del
pecado se demuestra por el precio pagado para hacer posible nuestro perdón.
Cristo dijo: “porque esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es
derramada para remisión de los pecados” (Mat. 26:28; cf. 1 Ped. 1:18,19).
No hay bendición más grande que el perdón de los pecados: “Bienaventurados
aquellos cuyas iniquidades son perdonadas, y cuyos pecados son cubiertos” (Rom. 4:7). Sin embargo, no habrá misericordia para quien rehúsa
confesar su pecado: “El que encubre sus pecados no prosperará; mas
el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia” (Prov. 28:13).
Dios ha colocado su
misericordia para el perdón de los pecados de sus hijos, luego del
arrepentimiento y la confesión de los pecados, no antes de ello. Nada puede
sustituir la obediencia al evangelio (Rom. 2:7,8; Heb. 5:9). Por lo tanto, si
algún hijo de Dios hubiere pecado, debe asegurarse de confesar arrepentido el
pecado que ha cometido para alcanzar la misericordia del Señor.
“Si
confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados,
y limpiarnos de toda maldad” (1 Jn. 1:9).
“Hijitos
míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado,
abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo” (1 Jn.
2:1).