Nadie está exento, no hay excepciones


Por Josué Hernández

 
Cuando Israel se mostró insatisfecho con el sistema de gobierno que tenían, dijeron a Samuel: “He aquí tú has envejecido, y tus hijos no andan en tus caminos; por tanto, constitúyenos ahora un rey que nos juzgue, como tienen todas las naciones” (1 Sam. 8:5). El varón de Dios se sintió rechazado, y angustiado oró a Dios, y el Señor le respondió: “Y dijo Jehová a Samuel: Oye la voz del pueblo en todo lo que te digan; porque no te han desechado a ti, sino a mí me han desechado, para que no reine sobre ellos” (1 Sam. 8:7).
 
Mucho antes, Jehová anticipó el tiempo en que Israel demandaría un rey como todas las naciones, y varias regulaciones, más bien, restricciones, fueron especificadas: “Y cuando se siente sobre el trono de su reino, entonces escribirá para sí en un libro una copia de esta ley, del original que está al cuidado de los sacerdotes levitas; y lo tendrá consigo, y leerá en él todos los días de su vida, para que aprenda a temer a Jehová su Dios, para guardar todas las palabras de esta ley y estos estatutos, para ponerlos por obra; para que no se eleve su corazón sobre sus hermanos, ni se aparte del mandamiento a diestra ni a siniestra; a fin de que prolongue sus días en su reino, él y sus hijos, en medio de Israel” (Deut. 17:18-20).
 
El rey de Israel debía comprender y aceptar que no estaba por encima de la ley de Dios. Y lo que el Señor demandó a los reyes, se aplica también a nosotros, y debemos usar este recordatorio. Es fácil pensar, “yo soy diferente, mi caso es especial”, como si estuviésemos exentos de las responsabilidades que los demás tienen para con Dios.
 
Lo que Cristo dijo a todos, se aplica a todos, y en ese grupo estamos nosotros. Porque nadie está exento, y no hay excepciones a la regla del Señor.
 
 
“tribulación y angustia sobre todo ser humano que hace lo malo, el judío primeramente y también el griego, pero gloria y honra y paz a todo el que hace lo bueno, al judío primeramente y también al griego; porque no hay acepción de personas para con Dios” (Rom. 2:9-11).

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