¿Eres discípulo de Jesús?

 


Por Josué I. Hernández

                                                                  
Cristo dijo, “Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Amén” (Mat. 28:19,20).
 
He aquí “La gran comisión”, la cual tiene como objetivo el hacer discípulos para Cristo, a la vez que indica nuestro objetivo al evangelizar.
 
La definición de “discípulo”
 
Discípulo es literalmente un aprendiz, un estudiante, alguien que “sigue la enseñanza de otro” (Vine). Pero, no sólo un aprendiz o alumno, sino también un adherente, uno que imita a su maestro (cf. Hech. 11:26).
 
El objetivo del discípulo es llegar a ser “como su maestro” (Luc. 6:40), es decir, ser como el Hijo de Dios (cf. Rom. 8:29; 2 Cor. 3:18; Ef. 4:13).
 
Lo que distingue al discípulo
 
Las marcas distintivas del verdadero discípulo de Cristo son, básicamente, tres. Estas marcas de identidad trazan la diferencia de tal manera que hacen imposible la confusión.
 
En primer lugar, el discípulo de Cristo permanece en la palabra de su maestro, “Dijo entonces Jesús a los judíos que habían creído en él: Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Jn. 8:31,32; cf. Mat 7:21-27; Luc. 6:46; Sant. 1:21-25).
 
En segundo lugar, el fiel discípulo de Cristo ama a sus hermanos, en otras palabras, ama a sus condiscípulos, “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Jn. 13:34,35; cf. 1 Jn. 4:7,8).
 
En tercer lugar, el discípulo verdadero da mucho fruto, “En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto, y seáis así mis discípulos” (Jn. 15:8), y permite que el Padre siga trabajando en él, “Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el labrador. Todo pámpano que en mí no lleva fruto, lo quitará; y todo aquel que lleva fruto, lo limpiará, para que lleve más fruto” (Jn. 15:1,2).
 
El costo del discipulado
 
El verdadero discípulo ha puesto a Cristo en el trono de su corazón, “Si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser mi discípulo. Y el que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo… Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo” (Luc. 14:25-35).
 
“Y decía a todos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, éste la salvará. Pues ¿qué aprovecha al hombre, si gana todo el mundo, y se destruye o se pierde a sí mismo?” (Luc. 9:23-25)
 
“No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para traer paz, sino espada. Porque he venido para poner en disensión al hombre contra su padre, a la hija contra su madre, y a la nuera contra su suegra; y los enemigos del hombre serán los de su casa. El que ama a padre o madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mí” (Mat. 10:34-37).  
 
El costo que ha de pagar el discípulo de Cristo es sufrir por él, “Y el que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo” (Luc. 14:27). Los primeros cristianos eran prevenidos de la siguiente forma, “Es necesario que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios” (Hech. 14:22).
 
“Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados” (Rom. 8:17; cf. Gal. 2:20; Fil. 3:7,8; 2 Tim. 3:12).
 
La recompensa del discípulo
 
El discípulo de Cristo es el recipiente de muchas bendiciones que se extienden más allá del horizonte de la existencia terrenal. Bendiciones futuras (Rom. 5:9; 8:17; Apoc. 21:1-8), y muchas bendiciones presentes, tales como el perdón de los pecados y la membresía en la iglesia del Señor (Hech. 2:38,41,47), la paz (Jn. 14:27), el gozo (Jn. 15:11), y el amor (Jn. 15:9; 1 Jn. 4:18) como miembro de una gran familia (Mar. 10:28-30; Ef. 2:19).
 
El comienzo del discípulo
 
El discipulado involucra, primeramente, el bautismo que Cristo indicó (Mat. 28:19), el cual es uno (Ef. 4:5). Luego, involucra todo el proceso de enseñanza y aprendizaje para poner en práctica la palabra de Jesús (Mat. 28:20; Hech. 2:42; Col. 3:16). Por lo tanto, toda instancia de estudio bíblico, toda lección y todo sermón, serán aprovechados por el discípulo fiel que desea aprender de su gran maestro Jesucristo (cf. Ef. 4:20,21; Jn. 5:39).
 
¿Por qué el bautismo es el comienzo de la vida de un discípulo? Debemos recordar que la meta del discípulo es ser como Jesús. Cuando nos enfocamos en Jesús aprendemos que él era santo y sin pecado, por lo tanto, para ser como él debemos primeramente despojarnos del pecado para ser santos.
 
Dios en su gracia ha provisto que el bautismo sea un acto de fe en el cual el pecador entra en contacto con la sangre purificadora de Jesucristo “para perdón de los pecados” (Hech. 2:38; cf. 22:16), siendo, a la vez, la instancia en la cual uno se reviste de Cristo (Gal. 3:27) llegando a ser un hijo de Dios por adopción (Gal. 3:26). El bautismo que Cristo mandó es el lugar de partida del verdadero discípulo de Cristo.
 
El bautismo, así como es descrito en el Nuevo Testamento, es un acto de sumisión impulsado por la fe en Jesús y el arrepentimiento (Hech. 2:36-38; 8:36,37), lo cual excluye el bautismo infantil, porque los infantes son incapaces de creer y arrepentirse. Siendo un acto de sumisión, el bautismo implica el sometimiento a un entierro, o sepultura en agua, es decir, una inmersión, de la cual el muerto en pecados se levanta vivo para Dios (Hech. 8:38; Rom. 6:3,4; Col. 2:12), lo cual excluye el rociar agua, o verter agua, como si tales cosas fueran “bautismo”.
 
El bautismo es un acto de fe que resulta en una maravillosa obra de Dios en nuestras vidas. Nuestros pecados quedan lavados con la sangre de Cristo (Hech. 22:16; Ef. 5:25-27; Apoc. 1:5), llegamos a ser regenerados y renovados por el Espíritu Santo para vivir para Dios (Tito 3:5,6), lo cual es el nuevo nacimiento que involucra tanto al agua como al Espíritu Santo (Jn. 3:5). Como dijo el apóstol Pedro, “El bautismo que corresponde a esto ahora nos salva (no quitando las inmundicias de la carne, sino como la aspiración de una buena conciencia hacia Dios) por la resurrección de Jesucristo” (1 Ped. 3:21).
 
Conclusión
 
Volvemos a la pregunta, “¿Eres un discípulo de Jesús?”. La respuesta la encontramos al comparar nuestra motivación y propósito con la definición de “discípulo”. Podemos comparar nuestra vida con las marcas distintivas del discípulo de Cristo, o incluso, cerciorarnos si vivimos pagando el precio para permanecer como los alumnos de Jesucristo. Es más, sencillamente podemos tomar la Biblia para informarnos si realmente hemos comenzado nuestra vida como discípulos de Cristo en el bautismo que él mando.
 
Jesús dijo, “Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Amén” (Mat. 28:19,20).