Hábitos

 


Por Josué Hernández


Entendemos como “hábito” al comportamiento adquirido por repetición frecuente, el cual luego se vuelve parte de la vida, del proceder distintivo de la persona. Por supuesto, un hábito puede ser bueno, puede ser malo, o puede ser amoral.

Seguimos la rutina. Dormimos en el mismo lugar de la cama, nos levantamos a la misma hora, desayunamos lo acostumbrado, y seguimos la secuencia habitual, a la cual nos hemos adaptado. Partimos a los estudios, al trabajo o al mercado. Seguimos la misma ruta, y nos encontramos con los mismos vecinos y amigos que también están en lo suyo. Es algo habitual, y muchas veces no pensamos detenidamente en ello, e incluso, lo hacemos por inercia, sin pensarlo demasiado. Lo hemos hecho tantas veces que ya es parte de nuestra “naturaleza”, es decir, nuestra costumbre adquirida.

Los buenos hábitos surgen de la autodisciplina, el compromiso y el dominio propio. Con la información adecuada y la decisión por lo correcto nos comprometemos a perseverar en ello, y el buen hábito se formará. Por ejemplo, alguno lee las instrucciones de Pablo a los Efesios y se compromete a obedecerlas y se habitúa a ellas:

“Por lo cual, desechando la mentira, hablad verdad cada uno con su prójimo; porque somos miembros los unos de los otros. Airaos, pero no pequéis; no se ponga el sol sobre vuestro enojo, ni deis lugar al diablo. El que hurtaba, no hurte más, sino trabaje, haciendo con sus manos lo que es bueno, para que tenga qué compartir con el que padece necesidad. Ninguna palabra corrompida salga de vuestra boca, sino la que sea buena para la necesaria edificación, a fin de dar gracia a los oyentes. Y no contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención. Quítense de vosotros toda amargura, enojo, ira, gritería y maledicencia, y toda malicia. Antes sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo” (Ef. 4:25-32).

Desafortunadamente, los malos hábitos son más fáciles de desarrollar. No requieren un mayor compromiso, y, sobre todo, no requieren fe ni arrepentimiento. Los arrebatos de ira, la lujuria, la falta de modestia, las murmuraciones, son algunos ejemplos que podríamos usar para ilustrar el punto. A esto se refirió Pablo cuando escribió, “entre los cuales también todos nosotros vivimos en otro tiempo en los deseos de nuestra carne, haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos, y éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás” (Ef. 2:3).

Los malos hábitos no son abandonados sin fe y arrepentimiento. El temor de Dios hará la diferencia. A esto se refería el profeta Jeremías cuando preguntó, “¿Mudará el etíope su piel, y el leopardo sus manchas? Así también, ¿podréis vosotros hacer bien, estando habituados a hacer mal?” (Jer. 13:23).

Algunos son pecadores acabados, y no se arrepentirán. Continuarán habituados al pecado con sus deleites temporales (Heb. 11:25; cf. 3:13). Pero, ¿qué de nosotros? ¿Nos hemos detenido a pensar en la clase de hábitos que tenemos?