
“Y Cristo, en los días de su
carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía
librar de la muerte, fue oído a causa de su temor reverente” (Heb. 5:7).
Por Josué Hernández
Esta es una referencia a la experiencia de Jesús en Getsemaní la noche antes de
su crucifixión, cuando orando tres veces, intensamente, para que pasara la copa
que el Padre le dio para que bebiera.
Sobre todas las cosas, Cristo no oraba por socorro
espiritual, sino por fuerza física. El espíritu eterno (Jn. 1:1,14) del Verbo
encarnado permaneció completamente divino. Él es “Dios con nosotros” (Mat.
1:23). Había aceptado las limitaciones del cuerpo humano, y en esta área de su
misión a nuestro favor él puso su confianza en el Padre (Heb. 2:13,14). Necesitaba
ayuda física en el trance al cual por fin había llegado. Esta no sería la
primera vez en la cual el Padre proporcionaría tal ayuda física al Hijo (cf.
Mat. 4:11). Dos detalles nos indican que el Padre otorgó tal ayuda física. Un
ángel apareció para fortalecerle (Luc. 22:43); y luego de la tercera oración,
los relatos en el evangelio presentan a Jesús fortalecido, calmado, empoderado,
para enfrentar la cruz (Mat. 26:45,46; Mar. 14:42; Luc. 22:45). Estos detalles
del contexto nos ayudan a comprender que, independientemente de lo que oró
Jesús en el jardín, sintió los beneficios físicos de la respuesta del Padre, y
ahora ya estaba listo para cumplir su misión.
Jesús fue oído debido a su temor reverente, “fue
escuchado en razón de su piedad” (NC). Mientras Jesús oraba, expresó
el anhelo de su corazón con la disposición de someterse a la voluntad del
Padre: “Abba, Padre, todas las cosas son posibles para ti; aparta de mí
esta copa; mas no lo que yo quiero, sino lo que tú” (Mar. 14:36).
Cuando oramos, debemos orar confiando en la
sabiduría y poder de Dios. Nuestra perspectiva no es la de Jesús, estamos
limitados en conocimiento y comprensión. Así como un padre sabe más que su
hijo, nuestro Padre celestial sabe mucho mejor lo que necesitamos. Por lo tanto,
debemos orar para aceptar la voluntad del Padre, cualquiera que esta sea.
El Padre hizo su voluntad y Cristo lo aceptó. Sin
embargo, con demasiada frecuencia pensamos que la respuesta de Dios será
conforme a nuestros deseos y anhelos, y que una oración “oída por Dios”
significará que él hará lo que queremos. No son pocos los que afirman que Dios
oye toda oración, sin importar lo que se pida, y sin importar quién lo pida.
Pero, ¿qué dice la Escritura? “Y esta es la confianza que tenemos en
él, que si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye” (1
Jn. 5:14).
Jesús practicaba lo que enseñaba. En “El sermón del
monte” él había enseñado la reverencia y subordinación total a la voluntad del
Padre, “Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la
tierra” (Mat. 6:10: cf. 6:33).
Cuando Dios oye la oración, no significa que él
otorgará la petición específica que el cristiano tenga en mente como la mejor
manera de llegar al final. Dios proporcionará lo que logre el mayor propósito
para nuestras vidas aunque esto involucre el sufrimiento (cf. Rom. 5:3-5; Sant.
1:2-7; 1 Ped. 1:6,7; 4:12; 5:10).
El alivio inmediato no forma parte del plan de Dios
para el cristiano en sus tribulaciones (cf. 2 Cor. 4:7-10; 12:9; Fil. 4:13). El
sufrimiento, por difícil que sea, proporcionará a los fieles bendiciones
infinitamente mayores (Hech. 14:22). Nuestro Padre celestial no quitará siempre
nuestras cargas, pero sí nos fortalecerá y dirigirá con su palabra (cf. Sal.
23:3,4).
Que sigamos creciendo en la comprensión y práctica
de la maravillosa bendición de la oración. Necesitamos “orar siempre y
no desmayar” (Luc. 18:1) mientras Dios hace su voluntad en nuestras
vidas.