Cuando Naamán el sirio leproso fue a Eliseo
en busca de sanidad, pensó que sabía cómo debían ser las cosas. Sin embargo,
las instrucciones del profeta no estaban de acuerdo con el plan preconcebido de
Naamán, por lo cual Naamán se enfureció, “Mas sus criados se le acercaron y le
hablaron diciendo: Padre mío, si el profeta te mandara alguna gran cosa, ¿no la
harías? ¿Cuánto más, diciéndote: Lávate, y serás limpio?” (2 Rey. 5:13). Realmente, Naamán menospreciaba la pequeñez
del mandato de Dios, menospreciaba las condiciones de Dios para ser salvo de su
enfermedad. No obstante, nos alegramos al leer que Naamán cambió de opinión, y
obedeció lo que en un principio era una “pequeñez”, y fue sano de su lepra. Cuando el remanente volvió de la deportación
y puso los cimientos del templo, algunos lloraban en alta voz (Esd. 3:12). El
profeta Hageo reconoció que el templo reconstruído era “como nada”, una real
pequeñez, ante los ojos del pueblo. Pero Dios preguntó a través de Zacarías, “¿Pues
quién ha menospreciado el día de las pequeñeces?” (Zac. 4:10. LBLA). Aunque la reconstrucción de un templo más pequeño
que el de Salomón pudo ser una obra desalentadora para algunos, el Señor
anunció que él había quedado complacido con el resultado. El pueblo de Dios no
debía menospreciar aquello en lo cual Dios se complacía. Tendemos a “pensar en grande”, pensando que
entre más grande e impactante será mejor. Grandes números, grandes actividades,
grandes edificios, grandes resultados. Nuestra generación menosprecia todo lo que
sea humilde, y menosprecia las pequeñeces que agradan a Dios. Y con semejante
mentalidad menospreciamos pequeñeces tales como “un vaso de agua fría” (Mat.
10:42), una palabra de exhortación (Heb. 3:13), las bendiciones cotidianas (1
Tim. 6:8), o un sencillo pero bíblico sermón (Sant. 1:21). Menospreciar las pequeñeces que complacen a
Dios es alejarnos del humilde carpintero de Galilea (Mar. 6:3) y, por ende, de
nuestra propia salvación en él (1 Ped. 2:6-8).