“Toda
buena dádiva y todo don perfecto viene de lo alto, desciende del Padre de las
luces, con el cual no hay cambio ni sombra de variación. En el ejercicio de su
voluntad, El nos hizo nacer por la palabra de verdad, para que fuéramos las
primicias de sus criaturas” (Sant. 1:17,18, LBLA). Estos versículos bien ilustran la afirmación
de Santiago de que la tentación no debe ser atribuida a Dios (Sant. 1:13). Dios
es el dador de cosas buenas, no de cosas malas. Dios tiene una disposición
favorable hacia nosotros, una que nos ayudará a hacer el bien, y nunca nos
instará a hacer el mal. Considere cuatro expresiones que usó Santiago
para indicar este punto: Dios es el “Padre de las luces”. Los pueblos antiguos
adoraban a menudo al sol, a la luna, y a las estrellas. Si bien son fuentes de
luz, Dios es infinitamente más grande. Dios es la fuente de las fuentes que nos
proporcionan luz, tanto en lo físico como en lo espiritual. La luz de Dios es
consistente, a diferencia de la luz de los astros, porque Dios no cambia de
ángulo. Dios siempre es el mismo, sin importar la hora o el lugar. La disposición
de Dios y la voluntad de Dios no cambian. La luz de Dios nos ilumina de manera
plena y precisa. Dios “nos hizo nacer”. Literalmente, el
texto griego dice “nos dio a luz”. Esto forma un vivo contraste con lo que
argumentó Santiago anteriormente. Por una parte, dimos a luz al pecado por
buscar satisfacer algún deseo, mientras que Dios nos dio a luz mediante su
palabra por su beneplácito, lo que resultó en una nueva vida. ¿Hay alguna
evidencia más poderosa del favor de Dios hacia nosotros? Dios nos dio a luz por “la palabra de verdad”.
Esta
expresión la encontramos cinco veces en el Nuevo Testamento, siempre como una
referencia a la palabra verdadera del evangelio (2 Cor. 6:7; Ef. 1:13; Col. 1:5;
2 Tim. 2:15; Sant. 1:18). El evangelio es el medio de Dios para obrar el nuevo
nacimiento. El Espíritu Santo es el autor de la palabra, por esto nacemos de él
(Jn. 3:5), y los apóstoles de Cristo predicaron esta palabra, por esto somos
engendrados por ellos (1 Cor. 4:15). En todos los casos bíblicos de conversión,
la salvación es el resultado de oír, creer y obedecer al evangelio, por esta razón
es vital que lo prediquemos y lo hagamos con precisión. Dios nos dio a luz como “primicias”. “Las primicias de los
judíos no eran la cosecha entera, sino la primera parte (y a la vez, la parte
mejor, Num. 18:12, Versión Moderna). Los judíos consagraban a Dios sus
primicias (primeros frutos), como sacrificio especial, siendo lo mejor; así lo
demandaba la Ley (Ex. 13:11-16; Num. 18:12,13; Deut. 18:4; véanse también Lev. 23:10;
Num. 15:18; Deut. 26:2; Neh. 10:37; Ez. 44:30)” (B. H. Reeves, Notas sobre
Santiago). Las primicias fueron una expresión de
gratitud, una forma de honrar a Dios (cf. Prov. 3:9), y un recordatorio de que
la porción del Señor siempre es lo primero, lo mejor. También, las primicias
fueron un anticipo de lo que vendría. Debemos recordar que la respuesta adecuada
a la bondad de Dios es vivir como personas dedicadas, consagradas,
completamente a él.