Por Josué I. Hernández
Habiéndonos exhortado a oír la palabra de
Dios con humildad, sinceridad, paciencia, consideración, etc., Santiago avanzó
su argumentación al siguiente paso obvio, sin el cual la mejor manera de oír
será inútil.
Santiago escribió: “Pero sed hacedores de la palabra, y no tan
solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos” (Sant. 1:22).
De una manera sencilla, pero contundente,
Santiago enfatizó su argumento con la siguiente ilustración: “Porque si alguno
es oidor de la palabra pero no hacedor de ella, éste es semejante al hombre que
considera en un espejo su rostro natural. Porque él se considera a sí mismo, y
se va, y luego olvida cómo era. Mas el que mira atentamente en la perfecta ley,
la de la libertad, y persevera en ella, no siendo oidor olvidadizo, sino
hacedor de la obra, éste será bienaventurado en lo que hace” (Sant. 1:23-25).
La ilustración de Santiago comienza comparando
dos espejos. Así como el espejo refleja nuestra imagen física, es decir, la
condición de nuestro cuerpo, la “palabra de verdad” (Sant. 1:18),
refleja nuestra imagen espiritual, es decir, la condición de nuestra persona
interior. Santiago podría estar contrastando dos tipos de mirada, ya que los
verbos son diferentes para cada una, sin embargo, ambas palabras indican algo
más que una mirada casual. El principal contraste, sin duda, está en la
reacción al haberse mirado en el espejo.
Si alguno se contempla en el espejo, y
observando que debe arreglarse no hace nada al respecto, su mirada en el espejo
ha resultado en una pérdida de tiempo. Y es una pérdida de tiempo porque olvidó
los cambios necesarios que debía hacer al distraerse por otras cosas que ocupan
su mente. La mirada provechosa es la que observa cuáles son los cambios
necesarios que deben realizarse, y los hace; esta es la mirada que resulta en
acciones de corrección concretas. Enfoquemos lo que Santiago dijo por el
Espíritu, “En cambio el que considera atentamente la Ley perfecta de la
libertad y se mantiene firme, no como oyente olvidadizo sino como cumplidor de
ella, ése, practicándola, será feliz” (Sant. 1:25, JER).
El hombre no será bendecido por lo que lea u
oiga de la Biblia, sino por la aplicación de lo que ella dice a su vida. Dicho de otro modo, el
conocimiento bíblico no es un fin en sí, sino un medio que debe motivar la
acción obediente (cf. 2 Tim. 3:16,17; Mat. 7:21; Luc. 6:46; Heb. 5:9).
La “palabra de verdad” (Sant. 1:18), que
puede salvar nuestras almas (v.21), es “la perfecta ley, la de la libertad”
(v.25), es decir, el evangelio (cf. Ef. 1:13; 1 Cor. 9:27). Esta ley es
perfecta porque se ha completado, o culminado, en Cristo (Heb. 1:1,2) y es
suficiente para completarnos con todos sus preceptos y promesas (cf. Ef. 4:11,12;
2 Tim. 3:16,17; 2 Ped. 1:3,4). El apóstol Pedro dijo que la ley de Moisés era “un
yugo que ni nuestros padres ni nosotros hemos podido llevar” (Hech. 15:10). La
ley de Cristo, en cambio, no solo es un sistema legal, también es un sistema de
gracia (cf. Jn. 1:17; Rom. 6:14) que nos liberta del pecado para que podamos
servir con esperanza al Dios vivo.
¿Somos “hacedores de
la palabra” o solamente “oidores de la palabra”?