Por Josué I. Hernández
Jesús recibió una pregunta sobre cuál sería
el primer mandamiento de todos, es decir, cuál sería el más prominente encargo
o prescripción que debamos obedecer (Mar. 12:28). A pesar de que la pregunta en
primera instancia no fue sincera, ya que el fariseo e intérprete de la ley,
“preguntó por tentarle” (Mat. 22:35,36), Jesús respondió indicando el más
prominente mandamiento que Dios alguna vez ha expresado al hombre, mandamiento
que señala el propósito de la vida humana, condensando los deberes en dos máximas
sencillas, e implicando con este mandamiento de dos partes el propósito de la
acción de Dios en el esquema de la redención.
Necesitamos volver y atender a éste más alto
deber si hemos de vivir con esperanza de vida eterna con Dios en los cielos.
Cada cual debe examinarse a sí mismo (cf. 2 Cor. 13:5), y ahora tenemos una
buena oportunidad para ello.
Nuestro más grande deber es amar a Dios (Mar.
12:30), específicamente, al Dios de la Biblia, el único Dios verdadero, no el
dios de nuestra imaginación, ni el dios de nuestra cultura. Detengámonos a
pensar en esto, ¡El único Dios verdadero quiere que le amemos! ¿Le amamos?
Este “amor” a Dios no ha de ser un mero
sentimiento que se despierta y luego se desvanece, un impulso emotivo que va y
viene. Cuando leemos el mandato “amarás” (gr. “agapao”), debemos entenderlo tal
cual como indica W. E. Vine, “El amor solo puede conocerse a base de las
acciones que provoca… El amor cristiano tiene a Dios como su principal objeto,
y se expresa ante todo en una implícita obediencia a sus mandamientos (Jn.
14:15,21,23; 15:10; 1 Jn. 2:5; 5:3; 2 Jn. 1:6)”.
Según explicó el Señor Jesucristo, el amor a
Dios ha de expresarse de una manera personal, “amarás”. He aquí un deber
personal, no familiar, ni tribal, ni transferible. Sencillamente la obediencia
es personal, nadie servirá a Dios en amor en lugar de otro.
Este amor a Dios ha de involucrar el ser, “tu
corazón… tu alma… tu mente… tus fuerzas…”, y ha de involucrar el ser a la
máxima medida “todo tu corazón… toda tu alma… toda tu mente… todas tus
fuerzas…” (Mar. 12:30). Menos que esto es inaceptable. Jesús enfatizó la
gravedad de este encargo diciendo: “Este es el primero y grande mandamiento”
(Mat. 22:38).
“Dios ha de tener el lugar supremo en la vida
del hombre. A ningún otro amor se le puede permitir rivalizar con el amor a
Dios” (W. MacDonald).
“Dadas la grandeza y la unicidad de Jehová Dios,
el hombre le debe servicio en amor con toda la capacidad de su ser… Jesús no
está diciendo que este segundo no es tan grande como el “primero” (ver. 29),
sino habla de una segunda parte del “primer mandamiento de todos” (ver. 28),
las dos partes formando el mandamiento supremo, del cual no hay otro mayor”
(Bill H. Reeves, Notas sobre Marcos).
El segundo mandamiento “es semejante” (Mar.
12:31), porque requiere “amor”. Este amor ha de expresarse al prójimo, el cual
lleva en sí la imagen y la semejanza de Dios (cf. Gen. 1:26; Sant. 3:9). Este
amor al prójimo ha de ser personal, “Amarás a tu prójimo”, y conforme a la
medida del amor que naturalmente cada cual expresa hacia sí mismo, “como a ti
mismo”. Es decir, hemos de amar a Dios y a los hombres hechos a su imagen.
Todo el esfuerzo divino en la creación, la revelación,
y la redención, indica lo que nuestro más grande deber involucra, que Dios
quiere tener una relación personal con cada uno de nosotros. En otras palabras,
Dios se ha revelado para que le amemos, amándonos primero (cf. 1 Jn. 4:10).
¿No se llena de gozo
su corazón al saber que en el cielo hay un Dios que le ama?