Cuando Jesús se presentó ante Pilato, el
gobernador le preguntó, “¿Así que tú eres rey?”, y Jesús le respondió, “Tú
dices que soy rey. Para esto yo he nacido y para esto he venido al mundo, para
dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz” (Jn.
18:37, LBLA). El gobierno de Jesús está en el ámbito
espiritual. Él gobierna en nuestros corazones. Gobierna expresando su autoridad
a nuestra mente, pero sin obligarnos, más bien, persuadiéndonos con la verdad.
Recordemos, “la gracia y la verdad fueron hechas realidad por medio de
Jesucristo” (Jn. 1:17, LBLA). Jesús es la encarnación de la verdad (Jn. 14:6) y
es su portavoz final (cf. Mat. 17:5; Hech. 3:22,23; Heb. 1:1,2). En cuanto la
verdad, enfatizamos que Jesús dijo, “Todo el que es de la verdad escucha mi
voz” (Jn. 18:37, LBLA). Algunos afirmaban, “Linaje de Abraham somos” (Jn.
8:33), sin embargo, Jesús les dijo, “Pero ahora procuráis matarme a mí, hombre
que os he hablado la verdad, la cual he oído de Dios; no hizo esto Abraham”
(Jn. 8:40). Ciertamente, los hechos de ellos reflejaban un padre diferente, “Vosotros
sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer”
(Jn. 8:44). Sencillamente, sus deseos los delataban como hijos del diablo, y no
como hijos “de Dios” como suponían, porque “El que es de Dios, las palabras de
Dios oye” (Jn. 8:47). Ser “de la verdad” señala el parentesco con
la verdad, específicamente, ser un hijo de ella, indicando, por lo tanto, a uno
que tiene reverencia por ella. El apóstol Pablo conecta el amor de la verdad
con la salvación en 2 Tesalonicenses 2:10. Los que son de la verdad están abiertos a la
voluntad de Dios. Tienen la disposición de Samuel, “Habla, porque tu siervo oye”
(1 Sam. 3:10). Están dispuestos a escuchar toda la verdad porque la suma de la
palabra de Dios es verdad (Sal. 119:160). Sin duda alguna, los que son de la
verdad en algún momento habrán estado cegados por el pecado. Jesús encontró una
audiencia receptiva entre los publicanos y rameras. Jesús dijo, “De cierto os
digo, que los publicanos y las rameras van delante de vosotros al reino de
Dios. Porque vino a vosotros Juan en camino de justicia, y no le creísteis;
pero los publicanos y las rameras le creyeron; y vosotros, viendo esto, no os
arrepentisteis después para creerle” (Mat. 21:31,32). Los que son de la verdad son sinceros con la
verdad. No deciden primero lo que van a creer, para luego torcer las Escrituras
moldeándolas a su prejuicio (cf. 2 Ped. 3:16). No interpretan un pasaje de la
palabra de Dios de tal manera que contradiga a otros pasajes de la sagrada Escritura.
No ignoran el contexto, ni redefinen las palabras o las declaraciones sencillas
de la bendita palabra de Dios (cf. 2 Tim. 2:15). Los que son de la verdad son sinceros consigo
mismos. Muchas veces la verdad duele, sin embargo, no ganamos nada procurando
ocultarnos de ella. La verdad nos hace libres (Jn. 8:32). Así como ignorar la
realidad de nuestra enfermedad física puede ser fatal, pretender que
espiritualmente somos algo diferente a lo que indica la verdad es desastroso. Los que son de la verdad actúan sobre la base
de lo que aprenden de ella. Juan enseñó que, por nuestras acciones, no solo por
nuestras afirmaciones, “conocemos que somos de la verdad” (1 Jn. 3:19; cf. Jn.
7:21; Luc. 6:46; Heb. 5:9). La apelación de Jesús a la verdad frente a
Pilato fue oportuna. Se supone que un juez debe adherirse a la verdad. La gran
pregunta que debía responder Pilato, y nosotros, se mantiene inalterable, “¿cuál
es mi actitud hacia la verdad?”.