“Pelea la buena pelea
de la fe; echa mano de la vida eterna, a la cual has sido llamado, y has
confesado la buena confesión, delante de muchos testigos” (1 Tim. 6:12, VM).
Por Josué I. Hernández
Fácilmente podemos exponer nuestros gustos e
intereses, e incluso, publicarlos en las redes sociales. Tal vez, no se requiera
un gran esfuerzo para que opinemos sobre política y deportes. Pero, ¿somos
abiertos a confesar a Jesús como Señor y compartir nuestra fe en él? Es fácil vivir un cristianismo secreto para
evitar ser perseguido o marginado. Callar la fe para no ser desaprobado es una
gran tentación en una generación que desprecia a Dios y a su palabra, la
Biblia. El evangelio es claro en este punto. Jesús
dijo, “A cualquiera, pues, que me confiese delante de los hombres, yo
también le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos. Y a cualquiera
que me niegue delante de los hombres, yo también le negaré delante de mi Padre
que está en los cielos” (Mat. 10:32,33). Simplemente, reconocer abiertamente a Cristo
como nuestro Señor es parte de nuestra fe en él. No podemos ocultar nuestra
identidad y esperar ser reconocidos por él en el día final. Seguramente confesar verbalmente a Jesús como
Señor y Salvador es una buena confesión, el mejor de los reconocimientos
posibles que una persona podría hacer, el cual es un requisito para convertirse
en cristiano (cf. Rom. 10:10). Sin embargo, confesar a Cristo va más allá de
simplemente decir “Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios”. Debemos creer de
todo corazón este mensaje (cf. Hech. 8:37), y confesarlo no sólo en palabras,
también en conducta cada día de nuestra vida. No podemos afirmar que Jesús es nuestro Señor
si no le obedecemos como “Señor” (cf. Luc. 6:46). Debemos someternos a él,
cuando es conveniente y cuando no lo es. En fin, es una pena la distinción
artificial que se ha hecho entre aceptar a Cristo como Señor y Salvador, y el
confesarlo como Señor. Dos experiencias separadas que son presentadas como una
sola en la Biblia.