“Hermanos, no murmuréis los unos de los otros. El que murmura del
hermano y juzga a su hermano, murmura de la ley y juzga a la ley; pero si tú
juzgas a la ley, no eres hacedor de la ley, sino juez. Uno solo es el dador de
la ley, que puede salvar y perder; pero tú, ¿quién eres para que juzgues a
otro?” (Sant. 4:11,12).
Por Josué I. Hernández
Entre el auditorio a quien Santiago escribió había quienes debían
desistir de hablar mal de sus hermanos. El verbo castellano “murmurar” no es
suficientemente fuerte. El verbo griego es “katalaleo”, el cual indica la maledicencia,
la difamación, la detracción. Santiago condena el hablar contra otros,
difamándolos. En fin, eran culpables de la crítica destructiva, la cual condenó
el Señor en el sermón del monte (Mat. 7:1; cf. 19:18).
Hablar contra alguien es atropellar su imagen, criticándolo
indebidamente, menospreciándolo, desacreditándolo. Esto podría lograrse
inventando fallas en nuestro prójimo, exagerando las que tiene, o llamando la
atención constantemente sobre sus errores. En semejante caso, es muy difícil
que el detractor diga algo bueno de su víctima, aunque esta tenga buenas
cualidades.
Señalar el error de alguno para que se arrepienta y se corrija no se
considera aquí. Santiago lo ha estado haciendo a lo largo de su epístola. No
obstante, recordemos que la crítica constructiva es para otro (cf. Gal. 6:1) no
contra otro. El Nuevo Testamento recomienda que cuando sea necesario señalar el
error, lo hagamos con cuidado (cf. 1 Tes. 5:21,22; Jud. 1:22,23), porque la
crítica puede fácilmente deteriorarse en una pecaminosa forma de amarga detracción.
Para convencer a los hermanos del peligro en el que estaban, Santiago
enfocó dos cosas que ellos parecían estar ignorando. Las mismas cosas que hoy
en día deben desalentar el juicio detractor.
En primer lugar, el difamador habla contra la ley y la juzga. El corazón
de la ley de Dios es amar a Dios con todo el corazón y amar al prójimo como a
uno mismo (cf. Mar. 12:30-31; Rom. 13:8-10). El que habla mal de su prójimo
seguramente no lo está haciendo motivado por el amor. Sencillamente, no está
tratando a su prójimo como a él le gustaría que lo trataran (cf. Mat. 7:12).
Por lo tanto, con sus acciones está indicando que para él no vale la pena
cumplir con este requisito, o que para él no es aplicable. Ciertamente, esto ocurre
cada vez que dejamos alguna de las leyes de Dios. Sin embargo, Santiago nos recuerda
que nuestro lugar en el universo es cumplir la ley de Cristo, no ser un juez
sobre ella, o pretender que ella no se nos aplica. En fin, ninguno está sobre
la ley de Dios.
En segundo lugar, Santiago recuerda que hay un solo legislador y juez.
El Señor sabe exactamente lo que la ley exige y cómo se aplica. El Señor
también tiene el poder de hacer cumplir la ley, incluyendo las consecuencias
eternas (cf. Gal. 6:7). Nosotros no tenemos tales credenciales, por lo tanto,
debemos contentarnos con ser hacedores y no jueces.
Debemos abandonar la práctica común de buscar errores en los demás. Esto
no solo daña a nuestro prójimo, también nos daña a nosotros. Vivir criticando
arruina nuestra influencia. Tarde o temprano se hace notoria la tendencia
difamadora. Además, el crítico destructivo vive triste y amargado, no hay
persona más miserable que él.
Como Pablo dijo por el Espíritu, “No salga de vuestra boca ninguna
palabra mala, sino sólo la que sea buena para edificación, según la necesidad
del momento, para que imparta gracia a los que escuchan” (Ef. 4:29, LBLA).