Por Josué I. Hernández
Planificar es simplemente pensar en el futuro y organizar un plan de
acción, y eso no tiene nada de malo. La Biblia elogia la planificación, “Los
proyectos del diligente ciertamente son ventaja, mas todo el que se apresura,
ciertamente llega a la pobreza” (Prov. 21:5, LBLA). Dios no improvisa (cf. Is.
55:9; Jn. 17:4; Ef. 3:11), Dios es el perfecto ejemplo para todos nosotros. Haríamos
bien en pensar en el futuro, en la orientación de nuestros pasos, y en las
consecuencias de nuestro proceder actual (cf. Gal. 6:7). Una visión a largo
plazo de nuestra educación, trabajo, finanzas, relaciones, conducta, etc., es
algo provechoso (cf. Prov. 15:22; Luc. 14:28).
Sin embargo, Santiago se preocupó cuando observó los planes de algunos
en su día, y advirtió con las siguientes palabras, “Oíd ahora, los que decís:
Hoy o mañana iremos a tal o cual ciudad y pasaremos allá un año, haremos
negocio y tendremos ganancia. Sin embargo, no sabéis cómo será vuestra vida
mañana. Sólo sois un vapor que aparece por un poco de tiempo y luego se
desvanece. Más bien, debierais decir: Si el Señor
quiere, viviremos y haremos esto o aquello. Pero ahora os jactáis en
vuestra arrogancia; toda jactancia semejante es mala. A aquel, pues, que sabe
hacer lo bueno y no lo hace, le es pecado” (Sant. 4:13-17).
Planificación sin Dios. Planificaban
el tiempo, el lugar, las actividades, e incluso, el resultado. Lo que no
incluyeron, fue lo más importante, a Dios y su voluntad. La participación de
Dios no estaba incluida en ninguna parte de sus proyectos. Dios no era
bienvenido en su futuro.
La planificación adecuada se centra en la voluntad de Dios, porque no
importa lo que logremos si fallamos en servir a Dios (cf. Prov. 16:3,9; 19:21;
Mat. 6:10). Dicho de otro modo, nuestra vida será un fracaso miserable si no
hicimos la voluntad del Señor, “Pues ¿qué provecho obtendrá un hombre si
gana el mundo entero, pero pierde su alma? O ¿qué dará un hombre a cambio de su
alma?” (Mat. 16:26, LBLA).
La planificación piadosa reconoce la necesaria bendición de Dios en cada
esfuerzo, en cada plan o proyecto. La vida es incierta, y no sabemos lo que
traerá el día, “No te jactes del día de mañana, porque no sabes qué traerá
el día” (Prov. 27:1, LBLA). Nuestra actitud ha de ser una de total
dependencia de Dios, “Si el Señor quiere, viviremos y haremos”.
Planificación jactanciosa. Cuando hemos
quitado a Dios del proyecto, la planificación nuestra se está basando
únicamente en nuestra sabiduría y esfuerzos, lo cual es arrogancia. El lenguaje
de Santiago es duro, “Pero ahora os jactáis en vuestra fanfarronería. Toda jactancia
de este tipo es mala” (Sant. 4:16, JER).
El orgullo en sí mismo es pecaminoso y genera numerosos problemas. El
orgullo nos dificulta aceptar instrucciones, consejos y advertencias. El
orgullo nos hace descuidar los peligros potenciales (1 Cor. 10:12). El orgullo
nos dificulta admitir que estamos equivocados, y nos impide humillarnos ante
Dios para someternos a su voluntad.
Planificación pecaminosa. La última
oración de este párrafo ciertamente se aplica a la planificación adecuada, “y
al que sabe hacer lo bueno, y no lo hace, le es pecado” (Sant. 4:17). Si
sabemos que debemos incluir a Dios en el proyecto, pero no lo hacemos, estamos
pecando.
Cada vez que nuestros planes o actividades no incluyen aquellas cosas
que sabemos que Dios quiere que hagamos, pecamos al omitirlas. Es decir, tanto
nuestros planes como la ejecución de ellos, deben estar impregnados de la
voluntad de Dios.
“Hazme oír por la mañana tu misericordia, porque en ti he confiado; hazme
saber el camino por donde ande, porque a ti he elevado mi alma” (Sal. 143:8).
“Y todo lo que hacéis, sea de palabra o de hecho, hacedlo todo en el
nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él” (Col.
3:17).