El Señor Jesucristo, en virtud de haberse
encarnado, siempre conserva la descripción de los derechos humanos, a pesar de
que en este momento en el cielo no posee cualidades humanas como las que tuvo
aquí en la tierra (1 Tim. 2:5). El cuerpo de Jesús desde su resurrección
hasta su ascensión a los cielos de ninguna manera fue diferente al cuerpo que
poseía durante su ministerio terrenal, como el cuerpo resucitado Lázaro. Sin
embargo, ahora Jesús no tiene el cuerpo que tenía durante su encarnación. En
este momento Jesús no tiene “carne y huesos”, ni sangre. Su cuerpo es espiritual. El cuerpo resucitado de Jesús, con el cual
apareció a sus apóstoles y otros varios testigos, no es nada parecido a lo que
nuestro cuerpo resucitado será. Detengámonos a pensar en esto por un momento, y
usemos las Sagradas Escrituras para sacar las conclusiones más adecuadas
posibles. Hay un patrón divino para la resurrección
general. Dice la Escritura, “en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a
la final trompeta; porque se tocará la trompeta, y los muertos serán
resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados” (1 Cor.
15:52). Entonces, el orden de la resurrección presentado en las Escrituras
jamás enseña que habrá un cuerpo físico de carne literal en la resurrección.
Fíjese en las dos clases de personas mencionadas en el contexto. Los muertos
serán levantados con un cuerpo incorruptible, y los que cuerpos de los que
estén vivos simplemente serán glorificados a un estado superior, un estado de incorruptibilidad.
Si no fuera así, la transformación no se podría explicar como “transformación”. El cuerpo que Jesús poseía al resucitar no
fue diferente del cuerpo que poseía antes de morir. Al resucitar él poseía
“carne” y “huesos” (Luc. 24:39) y comió con sus discípulos (Luc. 24:41-43).
Pero, sabemos que el cuerpo glorificado no necesita de estómago (1 Cor. 6:13). La afirmación de que el cuerpo resucitado de
Jesús era un cuerpo glorificado porque podía “trasladarse atravesando muros” es
100% neutralizada cuando nos damos cuenta de que el evangelista Felipe fue transportado
30 millas al instante (Hechos 8:39-40) y que Jesús antes de resucitar se
transportó, con todo y barca, a la otra orilla del mar de Galilea (“Ellos
entonces con gusto le recibieron en la barca, la cual llegó en seguida a la tierra
adonde iban”, Jn. 6:21). Así también, el argumento de que Jesús poseía “algún
otro tipo de cuerpo, con otro tipo de carne y huesos”, es simplemente una
distinción muy débil. Simplemente “la carne y la sangre no pueden heredar el
reino de Dios” (1 Cor. 15:50), el cuerpo humano no es apto para las
condiciones celestiales. El cuerpo resucitado de Jesucristo era de
naturaleza idéntica a su cuerpo en el cual se encarnó y ministró. En cambio, el
cuerpo glorificado de Cristo (que posee ahora en los cielos) es muy diferente,
y superior, al cuerpo con el cual resucitó. El apóstol Pablo (Hech. 9:3-6;
22:7-11; 26:13-18) y el apóstol Juan confirman esto (Apoc. 1:12-17). El argumento del apóstol Pablo en 1 Corintios
15 nos informa que el “cuerpo espiritual” no es nada parecido al “cuerpo
natural” que tenemos ahora (1 Cor. 15:44, LBLA). Entonces, “lo que
siembras” no tiene absolutamente nada que ver con “el cuerpo que ha de salir”
(1 Cor. 15:37). Afirmar que el cuerpo con el que resucitó Jesús es el mismo
cuerpo que obtendremos para las condiciones eternas, distorsiona todo el
argumento del apóstol Pablo en este pasaje. Resulta en un absurdo el pensar el
cuerpo glorificado de Cristo con el cual “apareció a más de quinientos
hermanos a la vez” (1 Cor. 15:6) era un cuerpo de “carne” y “huesos”
(Luc. 24:39) que necesitaba del alimento (Luc. 24:41-43; Jn. 21:4-14; 1 Cor.
6:13) y que presentaba las señales de la crucifixión (Jn. 20:26-27). Un cuerpo
semejante no es un cuerpo espiritual glorificado. Dijo el inspirado apóstol Juan: “Amados,
ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero
sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos
tal como él es” (1 Jn. 3:2). El cuerpo glorificado de Jesús no es el mismo
con el cual resucitó, su cuerpo fue transformado en los cielos (1 Cor.
15:35-58). El apóstol Juan, quien vio a Cristo resucitado, da a conocer que un
día “seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es”. Cristo
ahora posee un cuerpo glorioso, y Juan lo vio en gloria celestial (Apoc.
1:12-17). Como dijo el apóstol Pablo: “el cual transformará el cuerpo de la
humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el
poder con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas” (Fil.
3:21), y Pablo también vio a Cristo glorificado (Hech. 9:3-6; 22:7-11;
26:13-18). Piénselo bien. Lucas registró lo siguiente: “Entonces,
espantados y atemorizados, pensaban que veían espíritu. Pero él les dijo: ¿Por
qué estáis turbados, y vienen a vuestro corazón estos pensamientos? Mirad mis
manos y mis pies, que yo mismo soy; palpad, y ved; porque un espíritu no tiene
carne ni huesos, como veis que yo tengo” (Luc. 24:37-39). Cristo resucitó con el mismo cuerpo que
poseía antes de morir. Nótese que los discípulos “pensaban que veían
espíritu” y se turbaron por esto, pero Jesús no poseía algún tipo de cuerpo
espiritual. Por lo tanto, Cristo refutó los razonamientos erróneos de sus discípulos,
y les dijo “Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy; palpad, y ved;
porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo”. Si el cuerpo resucitado de Cristo no era igual
al que poseía antes de su muerte, no habría evidencia real de su resurrección
física. Pero, Lucas registró claramente, que el cuerpo con el cual Cristo
volvió a la vida era el mismo que había sido puesto en el sepulcro, el mismo
que poseía antes de morir, un cuerpo de “carne” y “huesos” que se podía ver y palpar. Antes y después de su resurrección, no había
cambio significativo en el cuerpo físico de Jesucristo. Si hubo alguna
diferencia significativa, la Biblia no la especifica.