“Fuego vine a echar
en la tierra; ¿y qué quiero, si ya se ha encendido?” (Luc. 12:49).
Por Josué I. Hernández
La imagen de Jesús como una persona pasiva, sin
celo ni devoción, no es el retrato estampado en las páginas de la Biblia. El ardiente
celo del Señor se enciende de golpe en este pasaje cuando indicó lo que su
palabra y obra harían en el mundo. Es más, el fuego ya se había encendido. Pronto, Jesús estaría inmerso en el sufrimiento
personal y la muerte, su sacrificio por nuestros pecados, “De un bautismo
tengo que ser bautizado; y ¡cómo me angustio hasta que se cumpla!” (Luc.
12:50). La obra de Cristo dividiría las familias.
Dicho de otro modo, la verdad de Cristo ocasionaría separación familiar, y lo
continúa haciendo, “¿Pensáis que he venido para dar paz en la tierra? Os
digo: No, sino disensión. Porque de aquí en adelante, cinco en una familia
estarán divididos, tres contra dos, y dos contra tres. Estará dividido el padre
contra el hijo, y el hijo contra el padre; la madre contra la hija, y la hija
contra la madre; la suegra contra su nuera, y la nuera contra su suegra”
(Luc. 12:51-53; cf. Mat. 10:34-37). Jesús continuó su proclamación atronadora
señalando la hipocresía de quienes podían leer las señales del tiempo, pero se
negaban a ver las señales que indicaban que él es el Cristo, el Mesías de las
profecías del Antiguo Testamento, “Decía también a la multitud: Cuando veis la
nube que sale del poniente, luego decís: Agua viene; y así sucede. Y cuando
sopla el viento del sur, decís: Hará calor; y lo hace. ¡Hipócritas! Sabéis
distinguir el aspecto del cielo y de la tierra; ¿y cómo no distinguís este tiempo?
¿Y por qué no juzgáis por vosotros mismos lo que es justo?” (Luc. 12:54-57;
cf. Mat. 16:1-4). Jesús no era un debilucho pasivo sin
convicción ni exigencias, y sus verdaderos seguidores comprenden y aceptan el
costo del discipulado. Los cristianos pagan el precio por la fidelidad a su
Señor, poniéndolo a él por sobre toda persona, relación o posesión (cf. Luc. 14:25-33). El fuego de las pruebas caerá sobre cada
cristiano, y le purificará, y será para él una bendición que sacará a relucir una
fe genuina que resultará en la salvación eterna de su alma (1 Ped. 1:6-9).