Jesús vivió por nosotros. Dejó el cielo y vino
a la tierra para mostrarnos como vivir, “Porque ejemplo os he dado, para que
como yo os he hecho, vosotros también hagáis” (Jn. 13:15). Jesús se esforzó
hasta lo sumo para exponer la voluntad de Dios, “porque para esto he venido”
(Mar. 1:38). Jesús murió por nosotros. Aunque vivió
perfectamente, la generación de Jesús lo rechazó y le dio muerte. Pero esto no
sorprendió a Dios, porque él fue “entregado por el determinado consejo y
anticipado conocimiento de Dios” (Hech. 2:23). El plan de Dios era que
Jesús muriera como lo hizo (cf. Jn. 3:14; Hech. 4:28; Apoc. 13:8), y lo hizo
por nosotros para ser la expiación por nuestros pecados: “Mas Dios muestra
su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por
nosotros. Pues mucho más, estando ya justificados en su sangre, por él seremos
salvos de la ira” (Rom. 5:8,9). “Pero vemos a aquel que fue hecho un
poco menor que los ángeles, a Jesús, coronado de gloria y de honra, a causa del
padecimiento de la muerte, para que por la gracia de Dios gustase la muerte por
todos” (Heb. 2:9). Jesús resucitó por nosotros. La muerte de Jesús no
fue su fin. El evangelio, las buenas nuevas, indican primeramente “Que
Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue
sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras; y que
apareció…” (1 Cor. 15:3-5). Los enemigos acérrimos de Jesús tuvieron que
admitir que el evangelio podría ser verdadero (Hech. 5:38,39). En fin, la
resurrección de Jesús valida sus afirmaciones y prueba su identidad: “que
fue declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por la
resurrección de entre los muertos” (Rom. 1:4). Y, porque él resucitó y vive,
tenemos la seguridad de que también nosotros un día resucitaremos (1 Cor.
15:22-33) y seremos juzgados (Hech. 17:31) conforme a la palabra de Jesús, es
decir, su evangelio (Jn. 12:48). Jesús reina por nosotros. Cuarenta días después
de resucitar, él subió al cielo, y “se ha sentado a la diestra de Dios”
(Heb. 10:12; cf. Heb. 1:3; Sal. 110:1). A la diestra de Dios, Jesús reina como
nuestro rey (Hech. 2:29-36), y ministra como nuestro sumo sacerdote, “por lo
cual puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios,
viviendo siempre para interceder por ellos” (Heb. 7:25). “Por tanto,
hermanos santos, participantes del llamamiento celestial, considerad al apóstol
y sumo sacerdote de nuestra profesión, Cristo Jesús” (Heb. 3:1). Todo lo que Jesús ha hecho, lo ha hecho por
amor. Fue fiel al Padre, y sometiéndose al plan eterno nos hizo su enfoque
constante. Ciertamente, Jesús nos amó y se entregó por nosotros (Gal. 2:20; Ef.
5:2).