“Viendo Jehová que él
iba a ver, lo llamó Dios de en medio de la zarza, y dijo: ¡Moisés, Moisés! Y él
respondió: Heme aquí. Y dijo: No te acerques; quita tu calzado de tus pies,
porque el lugar en que tú estás, tierra santa es” (Ex. 3:4,5).
Por Josué I. Hernández
Al momento de oír acerca del monte Horeb se
despierta en nuestra memoria el registro de los grandes eventos que allí
ocurrieron. Es llamado “monte de Dios” (Ex. 3:1) y “tierra santa” (Ex. 3:5)
porque Dios se manifestó allí. Su presencia consagró la tierra, exigiendo de
Moisés la reverencia y el respeto que Jehová Dios merece. Luego, Dios llamó a
Israel una “nación santa”, la cual prefiguraba a la iglesia de Cristo (cf. Ex.
19:5,6; 1 Ped. 2:9).
Dios llamó a Israel a una vida santa porque
él es santo (cf. Lev. 11:44,45; 19:2). Bajo la ley de Moisés esto incluía el
distinguir entre lo limpio y lo impuro, lo santo y lo profano (cf. Lev.
20:7,25,26).
El evangelio nos llama a mirar con temor y
reverencia a la santidad de Dios, para conducirnos “en temor todo el tiempo
de vuestra peregrinación” porque “como aquel que os llamó es santo, sed
también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir” (1 Ped. 1:13-17).
En el plan de Dios la iglesia debe estar “creciendo
para ser un templo santo en el Señor” (Ef. 2:21), donde cada uno de sus
miembros son “edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para
ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo”
(1 Ped. 2:5). Ciertamente estamos pisando tierra santa, y se exige de nosotros
comportarnos a la altura.
¿Estamos cumpliendo
con este propósito eterno de Dios?