“y el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo; como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mat. 20:27,28).
Por Josué I. Hernández
La ambiciosa búsqueda de la superioridad sobre
los demás es conquistada por la verdad que Jesús pronunció y vivió. La codicia
de dominio sobre los condiscípulos en el cuerpo de Cristo es derrotada por la
servidumbre completa. Solo cuando nos humillamos haciéndonos siervos de los
otros llegamos a ser como nuestro Señor y Maestro, quien se humilló a sí mismo
para hacerse hombre, y más aún, para morir en la cruz por los pecados del mundo
(Fil. 2:5-8).
Jesús no es grande porque fue servido por los
demás ejerciendo alguna potestad autoritaria. Jesús es grande porque sirvió a
los demás, incluidos nosotros. Él dio su vida como rescate, es decir, pagó el
precio de redención, y así hace posible el perdón de los pecados (1 Tim. 2:6)
con su propia sangre (Rom. 3:24-26).
Los verdaderos discípulos de Cristo han
renunciado a la búsqueda orgullosa de la gloria y superioridad por sobre los
demás. Ellos siguen el camino trazado por su Maestro, y viven consagrados al
servicio de Cristo y de los demás (cf. 1 Cor. 9:19; Rom. 14:18).
Como Jesús, debemos desear hacer la voluntad
de Dios en lugar de la nuestra, “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu
voluntad; quita lo primero, para establecer esto último” (Heb. 10:9; Mat.
26:39,42; Jn. 8:29).
Como Jesús, debemos humillarnos, “Haya,
pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús” (Fil. 2:5).
Un buen siervo, es decir, un esclavo, es humilde de espíritu. Su humildad se
demuestra en la humillación de su mente, en el reconocimiento de sus
limitaciones, en su gratitud, y sobre todo, en su aceptación de la voluntad de
Dios. En cambio, el orgulloso no puede siquiera apreciar el valor de todo esto
(cf. Sant. 4:6,10; 1 Ped. 5:5,6).
Como Jesús, necesitamos sacrificarnos en nuestro
servicio a Dios y a los demás. Jesús dio su vida, y nosotros debiéramos estar
dispuestos a dar la nuestra (1 Jn. 3:16; Apoc. 2:10). Debemos negarnos a
nosotros mismos, llevar nuestra cruz cada día, en una vida de servicio persistente (Luc.
9:23; 14:25-27; Gal. 2:20).
Si alguno quiere ser grande en el reino, debe
humillarse bajo la poderosa mano de Dios siguiendo el ejemplo de Cristo,
esclavizándose al servicio de los demás, en la espera de una recompensa celestial
(Mat. 25:34-40).