La culpa y las consecuencias del pecado

 


“En cuanto a vosotros, vuestros cuerpos caerán en este desierto. Y vuestros hijos andarán pastoreando en el desierto cuarenta años, y ellos llevarán vuestras rebeldías, hasta que vuestros cuerpos sean consumidos en el desierto” (Num. 14:32,33).


Por Josué I. Hernández

 
Los hijos de Israel se rebelaron contra el Señor al negarse a confiar en él para conquistar Canaán. Debido al pecado de Israel, que manifestó un corazón malo de incredulidad (Heb. 3:12), ninguno de esa generación, excepto Caleb y Josué, vería la tierra que Dios prometió a sus padres (Num. 14:23,24,29,30), morirían en el desierto, pero sus hijos entrarían en la tierra prometida (Num. 14:31,32).
 
El pecador es responsable de sus pecados. “El alma que pecare, esa morirá; el hijo no llevará el pecado del padre, ni el padre llevará el pecado del hijo; la justicia del justo será sobre él, y la impiedad del impío será sobre él” (Ez. 18:20; cf. Mat. 18:3; 19:14). La Biblia enseña que los hijos no cargan con la culpa del pecado de sus padres, ni son responsabilizados por el pecado de otros. Por lo tanto, la llamada depravación total hereditaria es en sí misma una doctrina depravada, corrupta y falsa.
 
A pesar de lo anterior, los inocentes a menudo sufren debido al pecado de otros. La descendencia de los rebeldes de Israel tuvo que soportar varios años en el desierto, no porque eran culpables del pecado de sus padres, sino porque la consecuencia del pecado de sus padres los alcanzó a ellos también (Num. 14:33; cf. Ex. 20:5).
 
Un número incalculable de almas sufren como consecuencia del pecado de insensatos e incrédulos que decidieron dar la espalda a Dios. En todo lugar del mundo hay alguno que sufre porque otros pecaron contra Dios. ¡Cuántos sufren como consecuencia del pecado de padres necios o políticos corruptos! Desde la panorámica bíblica, toda la humanidad sufre dolor, fatiga y muerte como consecuencia del pecado de Adán y Eva (Gen. 3:16-19).  
 
No confunda la culpa con las consecuencias. El pecado es una infracción intransferible (1 Jn. 3:14) que muchas veces afecta a otros; lo cual debe impulsarnos a obedecer al evangelio y vivir en temor de Dios (2 Tes. 1:8; 1 Ped. 4:17). Dicho de otro modo, no queremos ser condenados (Rom. 6:23) ni afectar a otros por nuestra propia rebelión: “Pues quien quiera amar la vida y ver días felices, guarde su lengua del mal, y sus labios de palabras engañosas, apártese del mal y haga el bien, busque la paz y corra tras ella. Pues los ojos del Señor miran a los justos y sus oídos escuchan su oración, pero el rostro del Señor contra los que obran el mal” (1 Ped. 3:10-12, JER).