A los judíos, bajo la ley mosaica, Dios
mandó: “No admitirás falso rumor. No te concertarás con el impío para ser
testigo falso. No seguirás a los muchos para hacer mal, ni responderás en
litigio inclinándote a los más para hacer agravios; ni al pobre distinguirás en
su causa” (Ex. 23:1-3). No estamos bajo la ley de Moisés. Jesucristo
la quitó de en medio y la clavó en la cruz (Col. 2:14). Sin embargo, nuestra
esperanza se fortalece al aprender paciencia y consuelo de lo que Dios reveló a
Israel (Rom. 15:4). Dios le dijo a Israel, “me seréis varones
santos” (Ex. 22:31), por lo tanto, les ordenó que fueran justos (Ex. 23:1).
Entendemos, por lo tanto, que hay una relación entre la santidad y la justicia.
Nadie podría ser un santo de Dios sin ser justo e imparcial (“como conviene
a santos”, Ef. 5:3,4; “irreprensibles en santidad”, 1 Tes. 3:13). Para ser justos debemos mantenernos firmes
frente a la presión la mayoría (Ex. 23:2) que tuerce la justicia y pervierte
las normas morales (cf. Is. 5:20; Mat. 5:20; 1 Ped. 4:4). La santidad nos
impulsa a tratar al prójimo como desearíamos ser tratados: “Así que, todas
las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced
vosotros con ellos; porque esto es la ley y los profetas” (Mat. 7:12). Para ser imparciales debemos evaluar con justicia,
y no permitir que las circunstancias (pobres, ricos, etc.) influyan en nuestras
decisiones y acciones: “Hermanos míos, que vuestra fe en nuestro glorioso
Señor Jesucristo sea sin acepción de personas” (Sant. 2:1). La imparcialidad es una marca de santidad,
una marca que expresa sabiduría y justicia. Estas tres cosas fueron exigidas
por Dios para que Israel, como pueblo santo de Dios, exhibiera la sabiduría de
Dios al mundo (cf. Deut. 4:6). La iglesia, como el verdadero Israel de Dios,
debe exhibir la santidad de Dios, “porque escrito está: Sed santos, porque
yo soy santo” (1 Ped. 1:17).