La autonomía de la iglesia local

 


Por Josué I. Hernández

 
La palabra “iglesia” se usa en el Nuevo Testamento en solo dos sentidos. Primero, se refiere a la asamblea convocada por Cristo en todo el mundo, este es el sentido universal. Cuando Jesús dijo “sobre esta roca edificaré mi iglesia” (Mat. 16:18), estaba incluyendo a todos los creyentes en esta asamblea de convocados en torno a él. Por lo tanto, él estaba hablando de la iglesia universal. Segundo, la palabra “iglesia” también se usa en el sentido local. Por ejemplo, cuando Pablo escribió a los Corintios, él especificó: “la iglesia de Dios que está en Corinto”. Aquí, el apóstol, estaba hablando a un grupo de cristianos en Corinto que se reunían para adorar y servir a Dios (1 Cor. 1:2).
 
La evidencia bíblica nos indica que los cristianos se organizaron en iglesias en las diferentes localidades donde se encontraban, y que todas estas iglesias eran autónomas de las demás. En otro momento, Pablo escribió acerca de iglesias que saludaban (Rom. 16:16), éstas eran diferentes iglesias locales.
 
Es importante destacar que la palabra “iglesia” nunca se usa en la Biblia en un sentido denominacional. Una denominación, por sus propios reclamos, no es la iglesia universal. La mayoría de las denominaciones afirman ser parte de la iglesia universal junto con todas las demás denominaciones. Por lo tanto, una denominación admite ser más pequeña que la iglesia universal y más grande que la iglesia local. Pero, una organización más pequeña que la iglesia universal y más grande que la iglesia local no se encuentra en la Biblia. Las denominaciones son el producto de la sabiduría de los hombres y existen sin la bendición de Dios. Las denominaciones están destinadas a ser desarraigadas (Mat. 15:13).
 
Las iglesias de Cristo son autónomas en gobierno. Cada una es independiente de todas las demás. Cada una tiene su propio liderazgo y trabaja según su fuerza y oportunidades. Leemos en el Nuevo Testamento de muchas iglesias locales autónomas, por ejemplo, “las iglesias de Galacia” (Gal. 1:2). Cada una de las iglesias de Galacia gobernaba sus propios asuntos bajo la ley de Cristo.
 
Cuando Pablo y Bernabé regresaron de su primer viaje de predicación, visitaron nuevamente a las iglesias que habían establecido, y designaron ancianos en cada iglesia (Hech. 14:23). Cada iglesia tenía su propio liderazgo local, y se ocupaba de su propia obra. Cuando Pablo escribió a la iglesia de Cristo en Filipos, dirigió su carta a los santos que están en Filipos con los obispos y los diáconos (Fil. 1:1). El apóstol Pedro ordenó a los ancianos que pastoreen el rebaño de Dios que está entre ellos (1 Ped. 5:2). Los ancianos no debían apacentar otros rebaños locales, sino pastorear el rebaño que estaba entre ellos, es decir, la congregación local donde los ancianos son miembros (cf. Hech. 20:28).
 
Pablo escribió a Tito: “Por esta causa te dejé en Creta, para que corrigieses lo deficiente, y establecieses ancianos en cada ciudad, así como yo te mandé” (Tito 1:5). El Señor le dijo a Juan que escribiera cartas a cada una de las siete iglesias en la provincia romana de Asia (Apoc. 2 y 3). La iglesia de Jerusalén tenía sus propios ancianos (Hech. 15:4). La iglesia en Éfeso tenía sus propios ancianos (Hech. 20:17). La iglesia de Filipos también tenía sus propios ancianos (Fil. 1:1). Siempre, en cada iglesia local, leemos de más de un anciano. Nunca leemos en el Nuevo Testamento que una iglesia tenga un solo anciano para servir como el pastor de la iglesia. Diótrefes fue condenado por procurar el primer lugar (3 Jn. 9).   
 
A menudo, los hombres no están contentos con la sabiduría de Dios, y piensan que pueden mejorar los planes y propósitos de Dios. No obstante, ningún hombre tiene el derecho ni la capacidad para cambiar el plan de Dios (cf. Gal. 1:6-9; 2 Jn. 9; Apoc. 22:18,19). Cuando los hombres organizan a iglesias y traspasan límites de autonomías, pecan contra Dios.
 
Que estemos contentos de hacer las cosas que Dios nos ha dicho que hagamos. Hagámoslas de la manera que Dios nos ha dicho que las hagamos, y llamémoslas en la forma en que Dios las llama. Cuando hacemos esto, podemos estar seguros de que estamos agradando al Señor (Jn. 14:15; Col. 3:17).