“Cuando llegó Jesús al templo, los principales sacerdotes y los ancianos
del pueblo se le acercaron mientras enseñaba, diciendo: ¿Con qué autoridad
haces estas cosas, y quién te dio esta autoridad?” (Mat. 21:23, LBLA).
Por Josué I. Hernández
A pesar de la evidente deshonestidad de los principales sacerdotes y ancianos
del pueblo, la pregunta que hicieron tocó un tema de suma importancia. La
autoridad es el poder o derecho de mandar, de tomar decisiones autoritativas, y
exigir la obediencia. Todo corazón noble, que procura adorar y servir a Dios de manera
aceptable (cf. Jn. 4:24; Col. 3:17) debe cerciorarse de estar sometiéndose a la
autoridad de Jesucristo, porque él es la máxima autoridad (cf. Mat. 28:18; Hech.
3:22-26; Heb. 1:1,2). Jesús de Nazaret ha sido hecho “Señor y Cristo”
(Hech. 2:36), “Y en ningún otro hay salvación, porque no hay otro nombre
bajo el cielo dado a los hombres, en el cual podamos ser salvos” (Hech.
4:12, LBLA). Sin embargo, la mayoría de los religiosos se someten a diversas
autoridades populares, ya sea la conciencia, ya sean los sentimientos, ya sean
las tradiciones, e incluso, los credos. Algunos esperan las decisiones de algún
presidente, mesa directiva, papa, líder, profeta o gurú. Los tales ignoran la palabra de
Cristo (cf. Jn. 14:15,23; Col. 3:16) como autoridad definitiva (Jn. 12:48). Los corintios estaban divididos por su falta de enfoque en la autoridad
de Jesucristo, “Me refiero a que cada uno de vosotros dice: Yo soy de Pablo,
yo de Apolos, yo de Cefas, yo de Cristo” (1 Cor, 1:12, LBLA). El apóstol Pablo
les corrigió, “Os ruego, hermanos, por el nombre de nuestro Señor
Jesucristo, que todos os pongáis de acuerdo, y que no haya divisiones entre
vosotros, sino que estéis enteramente unidos en un mismo sentir y en un mismo
parecer” (1 Cor. 1:10, LBLA). Una iglesia puede tener un edificio adecuado, un letrero adecuado, y el
celo y sinceridad necesarios, pero si no se somete a la autoridad de Cristo
no gozará de la unidad por la cual Cristo oró (Jn. 17:20,21) y murió (Ef. 2:16).
La unidad del Espíritu no se fabrica con comida y buenas intenciones (cf. Ef.
4:3). La comunión en la luz de Dios es el resultado de la obediencia
(1 Jn. 1:6,7). El sometimiento a la autoridad de Cristo se demuestra en hacer todo lo
que él demanda (cf. Col. 3:17,23), actuando bajo su permiso (cf. Hech. 5:29; Ef.
4:20) para “serle agradables” en “todo” (cf. 2 Cor. 5:9; Col.
1:10; 3:17).