Los demonios no son agnósticos,
ni ateos, ni politeístas. Están convencidos de la existencia de Dios (Sant.
2:19). Su fe, sin embargo, no está ligada a las obras de obediencia, es decir,
las acciones que completan o realizan la fe. Por lo tanto, la fe de los
demonios es una fe muerta (Sant. 2:14-16). Los demonios no son
modernistas religiosos. En otras palabras, los demonios no niegan la deidad
de Jesucristo, su nacimiento virginal, los milagros, etc. Los demonios son
reconocidos por confesar a Jesús como el Hijo de Dios (Mar. 1:24; 3:11). Nunca
los demonios dijeron que Jesús era hijo de José, o hijo de algún ser humano.
Ellos eran conscientes de la naturaleza divina de Jesús (cf. Mat. 1:20; Luc.
1:35). Los demonios respetan la
autoridad de Jesucristo. En una ocasión le rogaron que no los mandara al
abismo (Luc. 8:31), y pidieron su permiso para ir a un hato de cerdos (Luc.
8:32; cf. Mar. 5:12,13). Los demonios admiten su responsabilidad.
Es decir, reconocen su culpa, no pretenden justificarse, o racionalizar su
pecado. Saben que serán atormentados, y entienden que darán cuenta de sus
hechos (Mat. 8:29; cf. Fil. 2:10,11). Los demonios no niegan la
existencia del infierno como lo hacen algunos religiosos que niegan la
existencia de un castigo eterno, un castigo consciente de duración perpetua
(cf. 2 Tes. 1:9). Los demonios saben que les espera un castigo eterno, y tiemblan
(cf. Mat. 8:29; 2 Ped. 2:4; Sant. 2:19).
Es un hecho aleccionador que tantos
en nuestro derredor no crean el testimonio que Dios ha proporcionado en su
palabra, la Biblia, en contraste con los demonios que comprenden y creen, e
incluso, tiemblan.